La Giganta

8 febrero, 2023

Por Gabriel Salazar.–

Al llegar a la puerta del museo, desde la acera vi unas enormes piernas y sentí un gran malestar. Caminé hacía el interior y ante mis ojos apareció una figura que paralizó mi pensamiento. Era una escultura de bronce de aproximadamente ocho metros de alto colocada en el centro del patio. Me sentí desnudo y me avergoncé de mí mismo. No pude evitar llorar al ver cómo mi miseria y mi ignorancia estaban contenidas de una manera tan solemne en un rostro que no me miraba, en unas piernas que me atormentaban y en unas manos que, sentía, querían tocarme.

Caminé alrededor de ella, me espantó que por detrás pareciera un hombre y sin embargo yo empecé a desearla. Me senté en el piso y vi sus glúteos, parecía que me invitaban a penetrarlos. Sentí que vomitaba, mi saliva salada escurría y yo escupía, queriendo sacar ese malestar que me mareaba. Vi su mano derecha, sus dedos gordos y los tumores que le salían del cráneo. Una fuerza nueva me invadía: ¡La Giganta empezó a moverse! Volteó su enorme cuerpo y me preguntó, al mismo tiempo que me miraba con extrañeza:

–¿Sabes dónde puedo encontrar a mis padres?

Era una niña enorme y deforme, aunque en la medida en que se me acercaba se iba reduciendo hasta quedar unos centímetros más chica que yo. Me saludó como lo hacen las personas humildes de la calle; con miedo y vergüenza. Sus brazos gordos me recordaron a las madres que abrazan a sus hijos, pero ella era una niña. A pesar de su deformidad tenía unos hermosos ojos rasgados. Empezó a llorar y me dijo que estaba perdida. En ese momento sentí una tibia intimidad y me acerqué para abrazarla, pero me di cuenta de que apestaba, me apenó rechazarla, pero no pude evitarlo. Ella se quedó quieta como si no entendiera nada, entonces volvió a preguntar:

–¿Dónde puedo encontrar a mis padres?

Me pregunté quiénes podrían ser los padres de esta criatura. ¿Quién podría parir a un ser que yo deseara tanto y que al mismo tiempo me causara tales nauseas? ¿Quién habría podido concebir un engendro que tuviera tales tumores en la cabeza y ese cuerpo de simio? Sean quienes fueren sus padres ¿podrían acaso amarla? En la rodilla derecha tenía una herida que sangraba.

Salimos del museo, era la calle de Academia. Yo me fui a casa y ella dio vuelta a la derecha. Caminó por la calle de Moneda, eran como las cuatro de la tarde. Había vendedores tendidos en el piso, vagabundos, prostitutas y estudiantes que iban a la Academia de Artes de San Carlos. Al caminar nadie la tomaba en cuenta. Nadie volteaba a verla. Ella estaba sorprendida de que la gente se estuviera pudriendo en la calle; apestaban, tenían tumores en la cabeza y en sus miradas parecía que se había detenido el tiempo. Tenían el sentimiento de hace cinco siglos, pero ahora vestían de manera diferente. No les importaba saber quiénes eran, ni de dónde habían venido. Eran como niños de treinta, sesenta y ochenta años. Nunca crecieron. Tenían sonrisa de imbéciles y daban gracias a Dios por haber comido ese día. Una prostituta se le acercó preguntándole si también ella era una mujer de la calle. Pero la Giganta no sabía quién era, ni de dónde había venido. Así que podría ser cualquier cosa que otra persona le dijera. Siguió caminando hasta el Zócalo y vio miles de personas marchando en manifestación. Le parecían deformes, simiescos, se confundió entre ellos. Eran miles, tampoco ellos sabían quiénes eran. A pesar de todo comenzó a sentirse mejor cuando se puso a gritar con ellos:

–¡Mé-xi-co!, !Mé-xi-co!

No conocía el significado de esa palabra, pero parecía entender perfectamente bien el sentido de su entusiasmo.

Se refugió en la Catedral y se detuvo delante de la imagen de Jesucristo. Pero no se humilló, sintió un desafío ante la vida, ella pensó que tenía algo de divino, aunque estuviera deforme. De nuevo, retomó su caminata con orgullo desenfadado, perdiéndose por la calle de 20 de noviembre hasta llegar a la estación del Metro Pino Suárez. Sin embargo, se sentía sola y desamparada en esta ciudad que en pocos años había aumentado a más de 20 millones de habitantes. Apenas percibió que tenía sed y hambre, se sentó para descansar en una banca del parque de San Miguel Arcángel. Se quedó dormida y soñó un lugar extraño: estaba en un edificio antiguo con esculturas griegas y renacentistas, en el centro del patio había una enorme escultura alada, sin cabeza ni brazos y un hombre barbado que la llamaba. Ella, desesperada, trataba de alcanzarlo, pero el hombre se escondía detrás de la escultura, en ese momento alguien la despertó. Era un borracho con aspecto de español que la estaba manoseando. Ella dio un salto, sorprendida frente a la pregunta:

–¿Cuánto cobras?

Algo le hizo suponer que el viejo quería acostarse con ella. La Giganta pensó que seguramente eso era ella: una prostituta. Ella no sabía reconocerse y nadie la había reconocido. Así que entraron a un hotel, cuya construcción era la otra mitad de una pequeña iglesia, donde él prácticamente la violó. La Giganta realmente no sabía qué hacer, sólo tenía hambre y sueño, como muchas adolescentes que vienen a buscar trabajo de la provincia. Al salir, comió algo y se sintió aliviada, ya tenía un lugar en el mundo y así empezó a vivir, prostituyéndose.

Fue entonces cuando empezó a vestirse y pintarse de colores, algunas veces de verde y otras de rojo. Las demás prostitutas del parque empezaron a verla con envidia ya que muchos hombres iban a poseerla. Su personalidad de piernas y senos carnosos con su mirada ingenua de ojos rasgados indígenas excitaba a la conquista. Tenía clientes mexicanos blancos, mestizos e indígenas. Y algunos extranjeros que la veían con mirada diferente, pero no se lo decían. Tratando de imitarla las demás usaban vestidos ajustados, mallas extravagantes y para los pechos protuberancias que se confundían con lo senos, y simulaban los hematomas de su peinado. Con la simulación buscaban el reconocimiento personal y social, esta simulación hipócrita que sólo desaparece un momento con el orgasmo, cuando la carne toma la delantera.

En una de esas tantas tardes llenas de gente y de transporte público, se acercó un cliente y le dijo que le pagaría bien por estar con ella unas dos horas. Ella accedió. En ese oficio hay que acostumbrarse a convivir con cualquier tipo de personas. Ya estando en el cuarto del hotel, ella se desnudó, en el fondo no dejaba de ser una niña asustada y tímida. Él tranquilamente comenzó a dibujarla, al mismo tiempo que le preguntaba cómo se llamaba. Ella, no sabiendo qué responder ya que no sabía ni siquiera su nombre, tratando de inventar algo, le contestó que se llamaba: “La Eleganta”. El hombre soltó una carcajada desde el fondo insondable de sus ojos azules vidriosos, tenía la sonrisa más sarcástica de toda la región que habitaba, ese pequeño barrio que algunos llaman Universo. Qué cómico era para él que ella se sintiera de esa manera.

–Yo me llamo José Luis.

Y siguió dibujándola. Él era una artista joven, bravucón e irrespetuoso. Le daba lo mismo dibujar a una prostituta que a una monja, simplemente sabía que tenía que dibujar algo vivo. Y qué más vivo que estos seres, que reciben todas nuestras miserias miedos y desconsuelos. Sus trazos eran libres y seguros, no tenía miedo de echar a perder el papel. En medio de todas esas líneas apareció un ser que lo espantó. Había creado algo nuevo y al sentir que lo amaba sintió angustia y quiso destruirlo, pero tuvo la fuerza suficiente para soportarlo y creer en ello. La Giganta nunca vio el dibujo. Salieron del hotel, él le pagó el dinero suficiente para que no trabajara en un mes, como si se pudiera pagar la intimidad y la vergüenza de no saber quién se es.

La Giganta abandonó el jardín, quería encontrar algo que no sabía que era, llegó al Zócalo, pasó a la derecha de la catedral y se encontró de frente con el Templo Mayor. Empezó a observar las ruinas, estas tenían formas compactas y cerradas como si se escondieran de la mirada ajena. Se encontró con la cabeza de una serpiente emplumada de una escultura que estaba empotrada en una de las paredes. Quiso reconocerse en ella, pero después de todo, sus formas deformes eran europeas. La Giganta, molesta, empezó a caminar con sus regordetas piernas sobre la calle de Moneda. Hacía años que había salido por esa calle, pero para ella el tiempo era confuso. La Catedral ya no era la misma de la conquista y el Templo Mayor había resurgido de entre los escombros.

Entró al Palacio Nacional por un costado. Ahora su andar despreocupado tornóse irreverente. Subió las escaleras en donde estaban los murales de Diego Rivera y continuó directamente hacia la puerta de atrás. Al atravesarla, se sorprendió de ver que en un gran salón había un cabaret; unos bebiendo mientras otros veían extasiados videos que había tomado el ejército de la matanza de Acteal. Los demás discutían sobre la guerrilla de Chiapas, mientras besaban prostitutas y tragaban manjares junto a un obispo lascivo y regordete rodeado de pequeños niños indígenas.

La Giganta. © Gabriel Salazar Contreras.
La Giganta. © Gabriel Salazar Contreras.

En el centro del salón había un enorme corazón como de dos metros de alto flotando a cinco metros de altura. De la parte inferior brotaba un gran chorro de sangre que caía en una tina de baño llena de restos humanos. La tina estaba sobre una mesa de cristal; abajo una elegante alfombra de colores amarillos y rojos, a media luz, como intentando ocultar lo que se vivía ahí: la brutalidad de las personas bebiendo, el palpitar de la sangre que hincha los falos que violan, la satisfacción de sentir el poder de poseer a una mujer hasta convertirla en objeto y en medio de todo eso; el corazón sangrante que golpeaba los intestinos de sólo verlo. Sin embargo, la Giganta no se inmutó, tenía años de estar viviendo eso.

Salió de ahí tranquilamente caminando de nuevo por la calle de Moneda, giró a la derecha y entró a la Academia de Arte de San Carlos. Ahora, más sorprendida que nunca, cayó en la cuenta de que era el lugar que había soñado. Al ver la escultura de la Victoria de Samotracia sintió un desafío abismal. Caminó hacia la izquierda y entró directamente al taller del maestro Francisco. Pareciera como si conociera el lugar de toda su vida. El maestro estaba arreglando el taller. Esperaba a los nuevos alumnos de la maestría. Le preguntó al verla apostada frente a la reja de madera de la puerta:

–¿A quién buscas?

Ambos sabían que lo buscaba a él. Lo miró con profundo desprecio, aunque en lo más íntimo lo amara. Contempló sus manos y tuvo el impulso de besarlas, pero se contuvo. El maestro le habló de nuevo:

–¿Eres una alumna? 
–Sí, eso fue lo que dejó escapar sin saber lo que decía.

El maestro le explicó las condiciones del proyecto para su clase y comenzó a contarle, asistido por una repentina confianza, cómo fue que él hizo la escultura más bella de México. Entonces retumbaron de nuevo en su cabeza los gritos de la turbamulta:

–¡Mé-xi-co!, ¡Mé-xi-co!

La había modelado en plastilina de 30 centímetros de alto. Al principio, cuando no creía en ella, estuvo a punto de destruirla en el momento que la vio terminada. Pero no pudo hacerlo pues ya era parte de él. Le contó cómo colgó una cuerda en el museo para calcular su tamaño real. Cómo diseñó el piso de agua en donde iba a estar parada. La Giganta escuchaba absorta la historia del maestro. En la medida de que Francisco hablaba ella sentía que existía. Vio en sus labios una energía que la invitaban a besarlo. Y comenzó a reconocerse como si recordara todo. El maestro continuaba narrando cómo había caminado meses por ese lugar. En esas caminatas llenas de espacios sin resolver, pensando en la gente que había vivido ahí, donde algún tiempo hubo monjas y después mujeres de vecindad.

La Giganta sintió una fuerza que la invadía, sintió un profundo dolor y empezó a llorar. Ella no era culpable de ser quien era, pero el precio de la conciencia siempre se paga con dolor. Y se preguntaba: ¿Por qué enfrentarse a la vida es tan doloroso? Pero el maestro parecía no hacerle caso, así que le gritó llorosa:

–¿Por qué me abandonaste de esa manera? ¿Por qué permitiste que me usaran como mujer de la calle? ¿Por qué nunca me buscaste y me dijiste quién era?

El maestro tuvo una sensación de escalofrío al percibir que ella sentía un profundo desprecio por la vida. Sabía que era su hija y que nunca estuvo presente para cuidarla. Más aún, sabía que ya no le pertenecía desde antes que naciera. La había entregado a la gente del museo para que ella viviera ahí, cuando ella sólo era un pequeño modelado de plastilina de 30 centímetros de alto. Él se preguntaba si cuando se ama algo y se deja libre para que sea más bello, es por cobardía o por valentía al renunciar a uno mismo y darle algo a la vida. Pero era algo que él no lograba contestarse. Tal vez cuando se es solamente hijo en la vida nunca se entiende a los padres y estos nunca tienen todas las respuestas ni para ellos mismos.

La Giganta salió llorando del lugar, apresuradamente caminó unos pasos hasta el museo, entró en él, se vio de frente y sintió una angustia extrema en el abdomen. Era miedo a verse a si misma, a enloquecer por lo que le había dicho el maestro. Y se preguntaba: ¿Por qué será que lo que se siente de uno mismo depende de lo que piensen los padres o de lo que uno cree que ellos piensan? Salió del lugar vomitando, corrió por la calle de Moneda hasta llegar al Zócalo. Atardecía, las luces públicas color ámbar acariciaban el ambiente. Había danzantes, turistas y mucha gente. Detrás de la Catedral se podía ver la luna iluminando las cruces y las campanas que repicaban sin emitir un solo sonido, todo estaba silencioso. Del repique de campanas emanaba una vibración que inundaba el espacio y daba a los rostros de las personas un toque especial. Finalmente entró a la Catedral de nuevo, estaba vacía, sólo ella con Jesucristo. Se hincó ahora desesperada, lloró, vomitó y se revolcó en el piso. Empezó a tranquilizarse, escuchó cosas, pero no con sus oídos, se levantó y salió del lugar.

En la plaza empezó a llover. Eran pequeñas partículas que caían a un ritmo lento, continuo y silencioso y se esparcían por todas partes tocando cada rincón del lugar: Eran gotas de amor que la bañaban. En su percepción se agolparon paralíticos, pordioseros, prostitutas y personas deformes. Entonces entendió que Dios los quiere a todos por igual, así como son. Por primera vez en su existencia ella se sintió querida y sus ojos empezaron a tener un brillo nuevo. Cuántas cosas tenía que pasar para empezar a vivir. Una fuerza nueva e intensa la guiaba.

Caminó nuevamente por la calle de 20 de Noviembre, hasta llegar al parque en donde se había prostituido. Al llegar vio en un árbol una energía llena de felicidad entre sus hojas y se preguntaba de qué manera podría conservar esas sensaciones para siempre.

Ya de noche regresó al Zócalo. Al caminar en medio de la plaza, apareció un rayo de luz que salía de ella misma rumbo en cielo, hacia el Universo. Vio cómo miles de personas morían de hambre y pensó en ayudarlos. Pasaron varias horas, casi era de madrugada. La Giganta se sentó recargada en la asta de la bandera. Pensaba en la vida:

–Después de todo, Francisco es tan sólo un ser humano que seguramente tiene sus propios miedos y problemas. Y la vida es más grande que cualquier persona.

Sin embargo, lloraba, le dolía decir adiós a sus padres y caminar su propio camino. Finalmente recordó que él la había puesto sobre un piso de agua, quizá para caminar sobre esta y no hundirse. Y comprendió que cuando se tiene miedo y uno voltea buscando a alguien y no lo encuentra, solamente es posible sostenerse por la fe. Se enderezó, empezó a caminar de regreso a casa, entró al museo, tomó su lugar y sonrió.

Este domingo fui al museo, había niños jugando alrededor de ella, se veía contenta cuando me acerqué a verla. Al mirar hacia abajo, leí una leyenda escrita sobre una placa de metal que estaba sobre el piso que decía:

“Lo que das recibes y al recibir encuentras, y entiendes que hay un camino: El camino de luz y fortaleza que viene directo desde tu corazón”. 

[Publicado el 8 de febrero de 2023]
[.925 Artes y Diseño, Año 10, edición 37]

Doctor en Estética ciencias y Tecnologías de las Artes. Especialidad Imágenes digitales. Universidad de París 8 en Francia, Vincennes-Saint-Denis departamento de artes y tecnologías de la imagen.
Maestro en artes visuales. Academia de San Carlos, posgrado de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, UNAM.
Profesor de asignatura: taller de dibujo de la figura humana. Posgrado UNAM FAD, Academia de San Carlos. Asesor de tesis de alumnos de maestría y doctorado en la UNAM, FAD.

EDICIONES

artículo anterior

La forma, el algoritmo del diseño: deconstruyendo los fundamentos hacia las nuevas ecuaciones de los sistemas visuales

artículo siguiente

La evolución de la percepción de la discapacidad y su relación con la historia del diseño industrial

otros artículos

ir alinicio

Don't Miss