Una pira para el hereje

4 febrero, 2022

Por Julio Chávez Guerrero.–

No sé ustedes, pero a mí la verdad, me pesa mucho estar vivo; bueno, al menos sólo cuando despierto a las 4 de la mañana y no puedo conciliar el sueño nuevamente. Esta declaración no es un lamento ni un azote existencial, sino solamente uno de esos pensamientos incontrolables que, desde hace un tiempo a la fecha, me acosan de manera gratuita por las noches como consecuencia directa del insomnio.

La oscuridad sin lugar a duda tiene algo que activa la mente y hace brotar demonios en forma de preocupaciones, pesares y angustias. En el hinduismo a esto se le denomina “vritti” o pensamiento incesante.

En mi afán por desvanecer la presencia de estas ideas, he optado por ponerme a leer o levantarme a trabajar en la madrugada. Si Murakami[1] lo hace, por qué yo no. Sin embargo, no he logrado sentirme lúcido y dispuesto. El ambiente gélido de mi taller y la certeza de que tampoco a mí me darán el Nobel, terminan por enviarme de nueva cuenta a la cama y así, se reinicia el ciclo rumiante interminable.

Debo aceptar que a estas horas de la noche surgen muchas respuestas y no pocas veces he encontrado cómo destrabar un texto, un cuadro o entender algunos de los misterios del arte. Ahora mismo estas palabras han salido de mi mente sin saber por qué, animando el discurso hacia la segunda persona del plural, razón por la cual no deben sentir alusión directa alguna. Todo en la oscuridad es asunto impersonal, simple diálogo entre sordos.

Es tal el tormento infringido por estas emanaciones discursivas, que no pocas veces he terminado con dolor de cabeza, agotado y sometido, por lo que, sitiado por la desesperación, he llegado a idear estrategias radicales para salir del trance. Una de ellas consistió en intentar detener el corazón y dejar de sentir. Sé que esto suena absurdo, pero les juro que lo he probado. El procedimiento es relativamente sencillo; concentro la mente en los latidos del corazón y los voy empatando poco a poco con la respiración. De esta manera he logrado ingresar en una atmósfera nebulosa, extrañamente cálida, de baja intensidad lumínica, algo así como un baño de vapor, pero en penumbras, hasta que desaparecen las ideas, la mente queda en blanco y la calma llega; no sé más de mí.

Cyber painting, © 2022, Jorge Santana
Cyber painting, © 2022, Jorge Santana

La primera vez que lo hice sentí haber logrado detener el corazón. Además, dicen que al morir visualizamos una luz intensa. Yo la vi. Primero fue una sensación cálida y después un destello que, al abrir los ojos reconocí como un haz de luz solar filtrado por la rendija de la cortina. No morí, sólo dormía profundamente. El descubrimiento de este ejercicio fue revelador, ya que coincidió con la lectura del libro “Yoga” de Emmanuel Carrère[2], en donde advertí que lo sucedido no fue otra cosa que la práctica de meditación profunda, pero eso sí, implementada con fines suicidas.

Yo no sé si es la edad, mi incapacidad para tomar la vida a la ligera o simplemente las dinámicas derivadas del confinamiento y el uso de la computadora, lo que ha agravado mi insomnio. Seguro estoy de no ser el único transitando por estos parajes desolados. De tal manera que, “mal de muchos, consuelo de tontos”. Y es que después de todo, hay algo alentador en este asunto de estar sentado todo el día frente a la pantalla: he tenido tiempo, interminables horas para pensar, para mirar e imaginar, tiempo de sobra para hartarme de rostros de miradas elusivas que intercambian lugares en las retículas, perdidos en enfangados diálogos mitad ruido blanco y mitad ladridos de perros.

En este derroche de tiempo, he aprendido a escucharme y ganar el derecho de hablar en primera persona del singular, a pesar de que las ilustres mentes académicas se horroricen de mi blasfemia, y de que mis peroratas ebrias de adjetivos sólo sean lamentos que a nadie interesan.

El exceso de tiempo y su experiencia ralentizante ha sido, en parte, consecuencia de las nuevas morbilidades sociales que a todos nos aquejan. Fenómenos por demás atípicos, pero perfectamente compatibles con nuestra condición de entes globalizados, acostumbrados a compartir información y bienes sin mayor conflicto que el de oprimir el botón enter de la computadora. La ligereza con la que hemos tendido vínculos comunicativos ha dejado de ser ese acto expedito y aséptico para convertirse en una comunión planetaria, en donde la “hostia” de la inoculación masiva ha desestabilizado el confort de la pasividad frente al monitor.

En medio de lo tóxico de nuestra realidad, el regodeo tecnológico ha comenzado a pasar facturas difíciles de cubrir con la tarjeta de crédito. Lo que era placer, ahora es suplicio. De virtuoso operario digital he pasado a ser anacoreta cibernético, penitente sumergido en interminables actos de contrición flagelante frente a la pantalla, soportando el suplicio de las fallas en la señal del wifi, las temidas intermitencias eléctricas, pantallas en negro con sus voces en off o las ya famosas sonrisitas socarronas aderezadas con transidas miradas.

Cyber painting, © 2022, Jorge Santana
Cyber painting, © 2022, Jorge Santana

Después de casi dos años de sumar contagios, hospitalizaciones, muertes y cifras de vacunación, las cosas han dejado de ser lo que eran. Antes me fastidiaban los desplazamientos interminables por la ciudad para llegar al salón de clase. Ahora me mata la duda si el micrófono funciona.

¿Sí me oyen?
O si se logra visualizar el maldito power point.
¿Sí se ve?

Cambios hemos tenido, sin duda, pero estas nuevas formas de relacionarnos, de trabajar, de enseñar no cambian la inercia de deterioro de mi capacidad de asombro ante la realidad. Soy, lo quiera o no, rehén del impacto mediático. Lo humano solamente me brota si tengo la dosis de emoción, de adrenalina y la grotesca salpicada de nota roja. Fuera de esto, todo es llevadero. Hasta los cinco y medio millones de muertos que ha generado la pandemia me parecen insignificantes.

Mi incapacidad de participar en dinámicas “colaborativas”, la ausencia de compasión, de empatía, de solidaridad auténtica habla de discapacidades fomentadas por procesos de enclaustramiento no buscados. Yo suelo afirmar que mi ensimismamiento, indiferencia y hartazgo son síntomas de nuestro tiempo y a la ligera afirmo que son malos alimentos para los procesos humanizantes. Sin embargo, la ceguera también es una constante que no me permite mirar más allá de mis narices ya que, si le pensamos, bien podríamos estar metidos eternamente en una banda de Moebius[3] caminando por una senda que siempre nos lleva al mismo punto de partida.

¿Y si en esto hay una señal?

Los males que ahora padecemos no son del todo nuevos, ya a principios del siglo pasado, mientras el mundo se desbarataba con la primera de sus guerras mundiales y la pandemia de la gripe española producía una letalidad sin precedentes, un filósofo alemán de nombre Edmund (sólo Edmund, por aquello de no citarás el nombre de autor en vano) se enfrascaba en el reto de explicar, y explicarse, cómo la experiencia de la realidad y su impacto en los estratos subjetivos de los individuos podría ser abordada metodológicamente a la manera de una ciencia. Sus intenciones se basaban en sutiles consideraciones y en la imposibilidad de aceptar que los modelos científicos pudieran tener estructuras monolíticas.

Él sabía de qué hablaba dado que antes de ser filósofo era matemático y tenía conocimientos profundos de las relatividades de los cálculos, de esas debilidades de la teoría y de la razón que al pasar por la mente del hombre se tornan nebulosas e inestables.

Infectado por el virus de la incredulidad, no tardó en desplazar las matemáticas por la especulación, y se enfrascó en tratar de evidenciar por medio de complejas argumentaciones una crisis de sentido en la ciencia.

Mientras las teorías derivadas de las disciplinas rigurosas apuntaban a generar leyes, teorías y cálculos irrefutables que permitieran replicar la realidad sin objeción alguna, Edmund pensaba que esas estructuras inamovibles indefectiblemente tenían que pasar por la subjetividad humana, razón por la que era más importante estudiar esos estratos que las leyes mismas, y como las ciencias duras eran las únicas vías para generar conocimiento estructurado, pues habría que hacer de la subjetividad una ciencia. Semejante osadía debería costarle una vida de argumentaciones y la ingente cantidad de cuarenta y cinco mil cuartillas mecanografiadas.

Es así como sus argumentos, casi delirantes, no tardaron en despertar la curiosidad de quienes se convertirían en sus discípulos y seguidores, pero también, la indignación e inquina de no pocos detractores. Y es que después de todo, él se estaba metiendo en un territorio propio de la razón, las leyes y la teoría dura. Nada más apartado de esa zona liminal de la elucubración volátil propia de la metafísica, que la robustez del argumento científico.

Los intentos de Edmund por homologar el estudio de la subjetividad con los rigores del pensamiento duro fueron contenidos en lo que a la posteridad se conoció como la fenomenología trascendental, vertiente filosófica que buscaba ser un reducto donde se pudiera “hablar de lo que no se podía hablar”, de esa respuesta sensible de los individuos ante la experiencia sensorial de la realidad.

Pero en este mundo de ideas es difícil encontrar argumentos aislados o luchas discursivas solitarias. Siempre hay alguien más que también está enfrascado en anhelos utópicos. De tal manera que casi a la par, otro alemán ya se había atrevido a buscar otros recursos para darle orden a la “blandura” del pensamiento. Wilhem era su nombre y sus ideas giraban en torno a la posibilidad de construir modelos interpretativos para tratar con “rigor” los sucesos inestables contenidos en disciplinas evasivas como la historia, el lenguaje o el arte. Con él, la interpretación hermenéutica cobró un giro peculiar, ya que se la consideró “el método” para abordar a las que llamó ciencias humanas o del espíritu.

Cyber painting, © 2022, Jorge Santana
Cyber painting, © 2022, Jorge Santana

Es así como en medio de una frenética inercia del pensamiento científico, la fenomenología por un lado y la hermenéutica por el otro, intentaron poner a la subjetividad al mismo nivel que la razón. Pretensión desmedida que acabaría por ser una suerte de oda al fracaso, toda vez que estos modelos no convencieron a las mentes sistémicas ni a los consensos académicos.

Las quimeras del pensamiento esquivo acabaron por aceptar su condición y naturaleza volviendo a los territorios de las humanidades. Terminaron en esos bastiones universitarios considerados la floritura del conocimiento, semilleros de pensadores, eruditos, prestidigitadores de las ideas, prodigios de la memoria capaces de recordar enciclopedias y tratados completos. Pero fueron incapaces de entender que el mundo lo que necesitaba era resultados, eficiencia y competitividad, no metodologías con ínfulas de ciencia para explicar la emoción, el impacto sensible o la víscera hecha teoría.

Cuestionada como método, la fenomenología cedió la batuta a otros intentos especulativos apoyados en diversas disciplinas como la psicología o la teología, y aún queda la duda si Edmund tomó nota de que siempre tuvo un cómplice a su lado, un aliado que, sin buscar la explicación de la experiencia directa con la realidad, era el detonante por antonomasia de sucesos sensibles: la vivencia artística.

Desde siempre el arte fue y ha sido el reducto de fenómenos trascendentales. No obstante, al igual que la denostada argumentación de Edmund, al ser colocado a la par de disciplinas y líneas del saber en entornos universitarios, ha caído en el garlito de ser considerado una disciplina con reglas, principios y métodos. Su “cientificación” ya se veía venir con el surgimiento de las vanguardias que cambiaron el fenómeno por el suceso conceptual, la experiencia por el espectáculo, la subjetividad por la valoración.

Sé que por esta afirmación puedo llegar directo a la pira inquisitorial. Licenciados, maestros y doctores en arte pueden tener listo el cerillo para darle candela al hereje. Así que no lo tomen en serio, son declaraciones de un insomne que no sabe lo que dice…

Cyber painting, © 2022, Jorge Santana
Cyber painting, © 2022, Jorge Santana

Retomemos el discurso. Llegamos finalmente al inicio del loop. Ahora, en plena pandemia, la paradoja de la subjetividad sospechada hace un siglo, aparece sin miramientos para demostrarnos que, por encima del derroche de recursos tecnológicos, medios de comunicación y procedimientos científicos, la intersubjetividad humana se impone como profiláctica alternativa para sobrellevar los embates de los contagios.

Actualmente, cada vez que nos vemos en la pantalla, que compartimos sesiones sincrónicas por videoconferencia, lo que hacemos más que comunicarnos, es reconstruirnos por medio de la experiencia del fenómeno lumínico y sonoro. Yo, en medio de mi soledad, te veo y reduzco la realidad poniéndola entre paréntesis. Me quedo solo, sólo con la sensación de tu persona, tu subjetividad construida a partir de lo que yo sé de mí mismo. Mi mente es el demiurgo que te crea para encontrar un lugar en tu mirada.

La pantalla ha ingresado a territorios del arte sin saberlo, desatando las conexiones de sentido entre nosotros. De algo nos ha servido, pero aún cuando no existiera, el imperio de la intersubjetividad emergerá a partir de las crisis como una reafirmación silenciosa del enigma de lo humano.

Uno, dos, tres giros sobre mi eje.
Uno, dos, tres latidos por aspiración.
Uno, dos, tres y aparece la niebla.
Uno, dos, tres, y la luz nunca llegó. 

[Publicado el 4 de febrero de 2022]
[.925 Artes y Diseño, Año 9, edición 33]


[1] Haruki Murakami (Kioto, 1949). Escritor y traductor japonés.
[2] Emmanuel Carrère (París, 1957). Escritor, guionista y realizador francés.
[3] https://www.bbc.com/mundo/noticias-45661039

Realizó estudios de Doctorado en Bellas Artes en España y Maestría en Artes Visuales en la UNAM.
Su obra ha sido expuesta en diversas bienales, 13 exposiciones individuales y 63 colectivas en México y el extranjero.
Académico del posgrado de la FAD-UNAM.
Autor de artículos donde ha desarrollado enfoques fenomenológicos, hermenéuticos y axiológicos aplicados a las artes visuales así como narrativas autoetnográficas de los procesos creativos.
Ha impartido cursos y dado conferencias en México, España, Ecuador y Puerto Rico.
Dirigió el Posgrado en Artes Visuales de la UNAM de 1998 al 2002.

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