Por Mónica Euridice de la Cruz Hinojos.
El hombre occidental, muy dado a la clasificación y a la creación de espacios para guardar, conservar, estudiar y coleccionar diversos “objetos”, se ha especializado en separar y “desmembrar” experiencias humanas complejas en partes que considera separables para juntarlas a otras partes que imagina similares, sin considerar en muchas ocasiones, que tras esta aparente similitud de formas hay una gran diferencia de uso, significado y sentido para las culturas originarias que los crearon. En este proceso de colonización, de aculturación y de apropiación han impuesto su sistema de percepción, conocimiento y conceptualización del mundo, de los seres vivos y de las cosas, de tal suerte que, se desvinculan todos los elementos que son necesarios para una comprensión de fenómenos culturales sofisticados, llenos de sutilezas y matices.
Desde los gabinetes de curiosidades, pasando por los museos y por las bibliotecas, se exhiben o se esconden celosamente, restos de la cultura material, del patrimonio tangible de otros grupos humanos, mucho de ello como parte del despojo a través de las guerras y las dominaciones territoriales, considerándolos botín y parte del premio por haber derrotado al vencido, en muchas otras ocasiones son robados o comprados en el mercado negro, para el beneficio de la ciencia y del conocimiento, de esta forma vemos colecciones muy prestigiosas en todo el mundo “civilizado” que fueron obtenidas de forma ilegítima, ilegal o amparados en leyes creadas por las propia culturas dominantes.
Así pues, se construyen obras arquitectónicas o se adaptan edificios con valor histórico para albergar en su interior fragmentos, restos, vestigios, a los que se les da un orden, una jerarquía, una taxonomía. Y claro, cada espacio se especializa en un tipo determinado de objetos, incluso se estudian licenciaturas para ello.
La biblioteca es uno de esos lugares, de los más antiguos y añejos, en donde se guardaban muchas cosas, pero especialmente lo que occidente en épocas modernas fue clasificando como los “libros”. Pues considerando su etimología la palabra “biblioteca” según se refiere en diversos diccionarios, proviene del latín bibliothēca, cuyo origen es del griego βιβλιοθήκη (bibliothēke), (‘biblíon’, ‘libro’) y θήκη (‘théke’, ‘armario, caja’); es decir, se refería al lugar donde se guardaban los libros. Pero los libros para los griegos mismos no tenían las características formales que ahora tienen los occidentales actuales, ni tenían el sentido de permanecer aislados de otras cosas.
Si hacemos caso a las referencias históricas podemos saber que en la antigüedad las bibliotecas distaban mucho de parecerse a lo que ahora consideramos como tales. Por ejemplo, algunos escritores latinos hablan de la ya mítica Gran Biblioteca de Alejandría, que ha sido motivo de especulación durante todos estos siglos, según algunos de ellos ésta era más un santuario que tenía como parte de sus edificios un zoológico, jardines, sala para reuniones donde se podía discutir, hacer encuentros, dialogar y compartir ideas, es decir los espacios o salas dedicadas a guardar los manuscritos, que serían los que se corresponden con el concepto de Biblioteca como lo conocemos, no se encontraban aisladas y servían para estudio y como espacio de trabajo, supongo que además habría copistas que reproducían algún texto o alguna parte del mismo, a falta de fotocopiadoras o computadoras.
Estos “libros” estaban hechos de diversos materiales usados como soportes y de diversas técnicas, habría libros hechos en Grecia, pero también de otros rincones del mundo antiguo del Mediterráneo. Por lo que estarían conviviendo diferentes sistemas de escritura, formatos y materiales diversos, desde tablillas de barro, pergaminos hechos con piel de oveja y cabra, papiro, tela, y ostraca (trozos de cerámica o piedras calcárea), estarían ahí con la forma que se le haya dado a la tablilla rectangular o cuadrada, en rollos, doblados o en hojas sueltas.
Lo mismo se puede decir de otros espacios que podemos considerar bibliotecas, como es el caso de las salas dentro de los templos, destinadas a guardar los libros y las matrices de los libros sagrados budistas en el Tíbet. Dichos “libros” son hojas sueltas en rectángulos alargados, que son colocados entre dos tablas pesadas y envueltas en seda. Es común que existan salas en donde se guardan exclusivamente las planchas de madera donde se encuentra grabado el texto, y que los talleres de impresión estén cercanos, como otro espacio dentro del mismo edificio, de manera que se siguen imprimiendo hasta ahora placas antiquísimas.
Basten estos dos ejemplos para considerar que las bibliotecas occidentales se han especializado en libros convencionales, han creado alrededor de los mismos toda una metodología para poder conservarlos, guardarlos, prestarlos e incluso restringir su consulta y estudio. Por supuesto que esos libros que se encontrarían en la Biblioteca de Alejandría o en los templos budistas, posiblemente no estarían dentro de una biblioteca contemporánea o, en el mejor de los casos, en fondos reservados, sin saber dónde ponerlos, siempre ocultos para un usuario común.
Pero los artistas y los diseñadores, más allá de los escritores, de las casas editoriales, de las tiendas de libros, se empeñan en continuar, sin saberlo, con una tradición de crear libros que no son libros del todo para occidente. Sin embargo, algunos de los “libros” que se están creando, desde hace varias décadas correspondientes a las últimas del siglo XX y a las primeras del siglo XXI, se están considerando libros, a pesar de todas las evidencias que apoyan dicha “clasificación”, incluso para los que convencionalmente no se les ha visto así, como ocurre con los libros objeto por ejemplo.
Sólo aquellos, como los libros de artista, en su sentido más literal, que tenga características de pequeña edición, incluso libro único pero hechos en papel en su totalidad o en la mayor parte de su extensión, con técnicas gráficas o pictóricas, con cierta “pureza” que permita que la definición tradicional del libro permanezca casi sin alteración, son los que algunas bibliotecas nacionales o de universidades están comenzando a considerar, incluso a apreciar. Esto ha hecho que el fenómeno del coleccionismo de este tipo de libros no sea sólo de algunos expertos y amantes del arte, lo que ha provocado que poco a poco se evite relegarlos sólo a museos, galerías o ferias especializadas, que los exponen de manera breve o intermitente, estableciendo ya en el ámbito de la biblioteca una polémica con relación al libro creado por el artista o diseñador de manera no industrial, sobre si es sólo una “obra de arte” o no, y reconsiderándosele como un dispositivo de comunicación que sigue siendo como libro, no sólo por su función estética.
Las bibliotecas que comienzan a guardar estos libros, e incluso a exhibirlos, que todavía no tienen una clara catalogación, lo hacen en espacios creados con anterioridad, en lugares donde están los libros antiguos –por ejemplo en sus colecciones de “libros raros”–, en sus espacios donde guardan dibujos, grabados, mapas. O usando conceptos mucho más afortunados, como el de “libros singulares”, que es el usado por los franceses. Es decir, estos libros pueden tener una doble o triple función: como “obras de arte”, como libros que comunican ideas, emociones, sensaciones y como nuevas reelaboraciones del libro antes del libro tradicional o nuevas maneras de interpretar al libro.
Sea como sea, las Bibliotecas occidentales, se están enfrentando a un nuevo paradigma, que les obliga a replantear su adaptación a estas nuevas y a la vez viejas propuestas, su propio concepto de libro, sobre cómo guardar, conservar y mostrar estos libros que rescatan el sentido de la biblioteca antigua en donde convivían diferentes sistemas de escritura, de comunicación, de soportes y de formas, con lo que ello implica, y haciéndose cada vez más urgente la necesidad de responder en toda su complejidad ¿Qué hacer con estos libros que no tienen cabida en la biblioteca?
(Publicado el 12 de mayo de 2017)