Por Gabriela Balcázar Ramírez.
“La arquitectura es una cuestión de sueños y fantasías, de curvas generosas y de espacios amplios y abiertos”
Oscar Niemeyer
A lo largo de cuatro años de vida en Brasilia[1] se fue tejiendo la reflexión acerca de cómo la arquitectura y el urbanismo de las ciudades determinan la vivencia y convivencia de las personas que ahí habitamos.
De forma particular, la cavilación se enfoca en ciudades que, como esa capital brasileña, fueron construidas desde cero, al responder a inspiraciones geopolíticas y económicas, con la finalidad, para los gobiernos, de impulsar el desarrollo e integración mercantil de sus países; o bien, de proteger sus centros de poder político –cuando ha sido el caso– de posibles ataques extranjeros, alejándolos de la costa. En diversos casos se ha tratado de experiencias nutridas por ideales utópicos de equidad social o de ser “ciudades jardín”, que la realidad se ha encargado de rebatir. Hoy, sin duda, son claras representaciones de planificación urbana que revelan épocas, ideologías y corrientes arquitectónicas que siempre será atractivo conocer y desentrañar.
Otros centros urbanos completamente planeados, son, Chandigarh (1947), ciudad que sirve de capital a dos estados: Punyab y Haryana, aunque pertenece al gobierno federal de la India. Su diseño arquitectónico, enmarcado en la geografía montañosa, contó con la mano modernista del arquitecto franco–suizo Le Corbusier[2].
Islamabad (1947), capital de Pakistán, al igual que Brasilia, fue pensada a partir del deseo de integrar el territorio, desde el centro, donde estaría más segura. Asimismo, Camberra (1913), modesta sede de la Commonwealth de Australia, fue ideada gradualmente como una “ciudad jardín”. Al final, se frustró la idea de llenar de flores, con los colores primarios, sus tres cerros.
En esta ocasión, y a este propósito sirve la siguiente traducción, que es un extracto del texto confeccionado en el curso de maestría de la Universidad de Brasilia[3], donde se hizo urgente registrar en una antología, las narrativas de matices complejos, sensibles y humanos que permite el periodismo de la contemporaneidad, atravesado por las vivencias personales plenas de retratos de la poética del cotidiano, de los colores, los olores de la convivencia con la ciudad y sus habitantes, de las virtudes y desazones que deja en cada uno –¿en dirección al encuentro de la propia locura?– el paso, temporal o permanente, por la capital de Brasil.
Aquí, esta aventura humana, que ciertamente debe tocarse en varios vértices con otras muchas experiencias de gente que ha vivido en ciudades con un origen similar. A la distancia en años, aquel futuro hoy se conjuga en presente y muchos cambios han tenido lugar, pero la sustancia, su naturaleza original, es imperecedera.
– o –
Bajo el cielo, mar de Brasilia[4]
Brasilia nos es extraña y nosotros le somos extraños a Ella. Demasiado surrealistas para su gusto. Ella impone la homogeneidad y nosotros amamos la diversidad. Brasilia es un mosaico de culturas, de visiones de ella misma, de historias. Visiones tan heterogéneas como las personas que hacen parte de este espacio urbano. El Monumento se hace de un híbrido que se escurre por los dedos de la mano.
Salí a caminar por la mañana. El cielo estaba muy claro, casi sin nubes. El reloj marcaba quince minutos para las ocho, y el sol ya calentaba nuestras cabezas. Me gusta el efecto de sus rayos en las cuadras residenciales llenas de árboles en este horario, así como disfruto la puesta del sol sentada frente al lago Paranoá. Son espectáculos de la ciudad.
Mientras atravesaba las cuadras, delante de aquellos bloques de concreto donde vive tanta gente arribada de toda parte del país y del mundo, pensaba en cómo cambia la mirada que tenemos de los lugares y de las cosas con el pasar del tiempo. Nuestra relación con las cosas cambia y, junto, ¿cambiamos nosotros? Estas calles, estos ejes viales, estos bloques de edificios, este ensordecedor silencio de Brasilia, ya provocaron en mí una sensación de vacío y soledad. Nada escuchaba de la ciudad, nada me decían las personas. Llegué a pensar:
Qué ciudad sin voz.
Recuerdo una frase escrita por Clarise Lispector, en una crónica sobre Brasilia:
Cuando morí, un día abrí los ojos y era Brasilia. Yo estaba sola en el mundo. Había un taxi parado. Sin chofer. Ay, qué miedo. Lucio Costa[5] y Oscar Niemeyer[6], dos hombres solitarios.[7]
Es curioso, yo podría haber dicho eso. ¿Cuántos otros lo habrán dicho ya? Quizá nosotros seamos solos y culpemos a esta Brasilia y a sus autores por la soledad. El único motivo por el cual ella podría ser responsable es por la cantidad de espacio que ofrece para que nos miremos más a nosotros mismos. E imagino que cada uno encuentra lo que tiene dentro, soledad o lo que sea.
Luego de tres años de habitarla, a veces aún veo a Brasilia desde fuera, con los ojos de quien viene de otra ciudad, de otro país. Sé, como muchos, lo que es ser extranjera dos veces: en Brasil y en Brasilia. Esa es una de las sorpresas de la ciudad: no es necesario ser extranjero de forma literal para sentirse como persona “de nación diferente a aquella a la que se pertenece”, como define el diccionario. Es nada más “presentársele” a Brasilia. Además, para el extranjero ciertamente existe la barrera de la lengua, de los códigos, esas herramientas tan útiles para comunicarse. Sin embargo, incluso los brasileños de otros estados han tenido esta sensación de extrañeza aquí, cosa que no sucede en otras ciudades, según diversas voces. Pienso que debe ser porque en Brasilia es difícil encontrar referencias.
Yo no me sentí así en São Paulo (centro financiero del país) o en Salvador de Bahía (capital nordestina). Esta ciudad, hija del urbanismo modernista –de la escuela de Le Corbusier, que toma forma en la Europa del final de la Segunda Guerra Mundial– asusta a aquellos que la tocan por vez primera. Los latinoamericanos somos los más perplejos, por estar habituados a ciudades cuya arquitectura es la memoria viva de los tiempos coloniales que corren en nuestras venas mestizas. Y los brasileños del resto del país son parte de este grupo. Pese a ello, y a que Brasilia tiene una memoria corta y sus bases urbanísticas se fincan fuera del país –al lado de las “curvas de las mujeres y de los montes de Brasil”, como describe el arquitecto Oscar Niemeyer a su Monumento–, en sus cimientos yace la sangre nordestina de los trabajadores que, en los años de su construcción, vinieron y, muchos, dieron su vida por la nueva capital. Esa es otra parte de la historiografía de esta ciudad.
Historia, paradójica historia.
Desde que vivo aquí me ha intrigado la diferencia de percepciones entre quienes ven en ella su terruño, su puerto seguro, y los que somos asaltados por la sorpresa y el sentimiento de desarraigo al llegar. Descubrí que incluso quien ya tiene una vida aquí reconoce haber experimentado un cierto aire extranjero.
Marisa von Bülow, profesora del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Brasilia, UnB, llegó a los cinco años a vivir aquí. Hija de un alemán y una italiana inmigrantes, vino con su familia de Río de Janeiro, donde nació. Su padre fue invitado por la universidad a impartir clases en el curso de agronomía. Luego de más de 22 años de vida brasiliense (gentilicio de quien se siente de Brasilia, o aquí nació), Marisa evoca:
Aunque visité muchas veces Río, empecé a tener mayor conciencia de que Brasilia era una ciudad única, cuando salí. Viví tres años en la Ciudad de México, y cuando volví, advertí la diferencia; y no sólo arquitectónica y urbanísticamente, sino en las formas de vida, de relacionarse. Debe ser impactante para quien llega de otra parte del país o del extranjero.
Sí, es impresionante. La arquitectura es la carta de presentación de la ciudad que, mucho más allá de dar la impresión de neutralidad, impone formas de habitarla, de percibir al “otro”, de trasladarse y pasar el tiempo. Cuando llegué, sino fuera porque conocía el destino del viaje y por el calor del verano decembrino en el Cono Sur, que nos abrazó saliendo del avión, habría jurado que estábamos en otro lugar.
Brasil, estoy en tus entrañas
y no te estoy sintiendo.
Nos recibió un cálido y luminoso “buen día” del imponente cielo de Brasilia y de la tierra que corre por sus venas, pues rojo es su color, junto con el infalible “Cerrado”, su natural ecosistema y segundo mayor bioma brasileño –y de la vegetación no endémica que adorna esta ciudad–. El aire limpio y abundante de la ciudad nos abrieron los brazos entre los enormes espacios abiertos y los puentes del lago, Paranoá, proyectado para la ciudad. Me impactó su horizontalidad que se abre al horizonte del mundo. Fue muy agradable el aroma de las flores y de la tierra mojada que había dejado la última lluvia. Era un hermoso día. Pero había algo singular. En el trayecto a la casa de los amigos en el Lago Sur, una de las zonas residenciales del Plan Piloto[8], observé que en las calles y avenidas casi no había personas a pie. Predominaban las personas en autos. Una o dos, como máximo, caminaban. Hoy sé que debían ser jardineros o empleados domésticos que terminaban su jornada y esperaban su transporte, el autobús, para volver a casa, en las “ciudades satélite” –o dormitorio–, que nacieron en torno al Plan Piloto.
Debe ser sólo en esta zona
de la ciudad.
Con el tiempo, Brasilia me mostró que ese es uno de sus lugares comunes, así como el cielo-mar y sus dos estaciones: la sequía y la época de lluvia. El carro es el transporte más usado por las personas, principalmente en el Plano, en donde viven quienes pueden comprarlo. Parece que Lúcio Costa, urbanista de esta urbe, se olvidó de los peatones. El problema es que, por ejemplo, en los ejes que cruzan e interconectan los distintos sectores de la ciudad, no existen banquetas, es necesario caminar largas extensiones de jardines y cruzar los ejes viales de forma insegura.
Para vivir en Brasilia necesitas un auto y un celular. El transporte colectivo es complicado y las distancias son muy grandes, considera Dácia Ibiapina, que imparte clases en la UnB. Ella vino de Piauí (estado nordestino) a estudiar un posgrado en comunicación entre 1988 y 1990, y después regresó con su familia a vivir y trabajar.
Jó, joven de origen nordestino, que hace limpieza en casas, atraviesa la ciudad todos los días desde São Sebastião, que debe estar a unos veinte kilómetros del Plan Piloto. Ella dice que, si bien el transporte colectivo no es malo, es muy poco:
Temprano, y en especial en la noche, si no tomas el autobús a tiempo, debes esperar hasta una hora o tomar dos autobuses. ¡Es mucho tiempo!
Es una característica sensible en esta capital federal, consecuencia de su organización urbanística. Para mí, tener o no carro, es una marca de la estratificación social que no se ve a primera vista.
Cada quien desde su lugar.
Hay optimistas, como Virgínio George –quien a los dieciséis años llegó a vivir al Plan Piloto, y después decidió irse a Ceilândia[9], una de las villas en torno a la ciudad, a 30 minutos de distancia– que disfrutan de la vegetación de la ciudad, caminando, y piensan que no es necesario el coche. No obstante, reconoce:
Sí. Si quieres ir a algún espectáculo –en general son en la noche y en el Plan Piloto-, se requiere un auto. El transporte público no funciona bien a esa hora.
Brasilia, entonces, es su arquitectura. Una ciudad construida en la meseta central de Brasil. Lugar que representa la Unidad Nacional, aunque mira hacia el futuro, legitimando el “progresismo” del modernismo francés.
Es como si Brasilia temiese ser descubierta, como si quisiese esconder la cadencia de la samba, la sensualidad, y la miseria que tanto hiere este país. Los primeros días era como si estuviera en una ciudad del futuro, donde las personas serán separadas según su estrato social y no se encontrarán nunca físicamente; donde el olor de la transpiración será el peor insulto a la intimidad.
Esta ciudad nos hace sentir tanto en otro mundo que, a veces, se espera ver descender a un indio “de un estrella colorida y brillante…”, como canta Caetano Veloso[10]. Pero, en otras ocasiones, parece respirarse un híbrido de autoritarismo y rigidez.
El modernismo era un movimiento estilístico que limitaba la creatividad, por tener soluciones arquitectónicas muy direccionadas, explica el arquitecto David de Melo, quien dice ser “candango”, por haber nacido en la ciudad, de madre carioca (gentilicio de los nacidos en Río de Janeiro) y padre pernambucano (oriundo del estado de Pernambuco).
Candango es quien construyó Brasilia,
candango es quien en ella nace.
Para De Melo, ese estilo importado por toda América Latina, desde 1930, fue una corriente estricta que establecía la homogeneidad de la imagen, la uniformidad de las estructuras. Eso sin negar que, para la época, Brasilia era una explosión de creatividad. “Apenas en los años 90, comenzamos a hablar más de arquitectura latinoamericana y a buscar soluciones regionales”.
En el caso de Brasilia, se incorporaron pocas cosas nacionales. “En vez de hacer una adaptación de eso [del modernismo] a Brasil, él [Lúcio Costa] hizo Brasilia muy extranjera. Incluso, amigos europeos me ha dicho que se sienten como en un suburbio de Amsterdam”, apunta Suyan de Mattos, artista plástica nacida en Río y que llegó a los nueve años cuando su padre, militar, fue transferido a la capital.
Después de algún tiempo, cuando la nostalgia de la “tierra madre”, de la familia y los amigos, empezó a apretar, noté otra peculiaridad de esta ciudad, que tiene que ver con la relación entre los hábitos de la gente y la forma en que se constituyó la urbe. Las personas en Brasilia, es especial quienes nacieron y viven desde la infancia aquí, tienden a hacer grupos muy cerrados, de amigos o familia que, quizá inconscientemente, vetan la entrada a cualquier persona ajena. Y este hermetismo se nota hasta en la calle. Al principio, me divertía rompiendo su rutina: “Buenos días, buenas tardes, ¿cómo le va?”. En instantes el rostro tomaba un gesto de inquietud y asombro. Era claro que ese no era el comportamiento más normal para ellos. Las personas se protegen mucho del otro. Marcelo Gameiro, quien vino de Recife (estado del nordeste) a hacer la maestría en ciencia política, y hoy alimenta el deseo de permanecer en Brasilia, confiesa que al principio sentía que las personas tenían una actitud “rara”:
Con frecuencia saludaba a las personas que encontraba en los comercios cercanos a la casa; su respuesta era cada vez más seca, hasta que llegaban a fingir nunca haberme visto. Me parece que la gente tiene miedo de decir “hola” o de dar una sonrisa y, aún más, de ir más lejos.
Claro que se agradecen las excepciones. Marcelo se hizo amigo de un “candango” que fue receptivo con él. “De otra forma, mi adaptación a Brasilia habría sido más difícil. No tendría la opinión que tengo hoy de esta ciudad”, comenta.
Suyan, quien es más brasiliense que carioca, explica:
Brasilia, por ser pequeña, es muy de grupitos. Yo, casi siempre, me reúno y salgo con la misma gente, o paso el domingo con algún amigo que tiene casa en el Lago (residencias con jardines, churrasqueras y albercas). Pero creo que en todos lados es difícil hacer amigos.
En contraparte, Virgínio, luego de vivir 21 años en el Plan Piloto, dice:
Salir de aquí me hizo darme cuenta de que las personas tenemos miedos, a exponernos, a la intimidad. La gente dice que está bien cuando en realidad no es así. Aquí en el Plan, lo que menos hacemos es compartir con las personas, escuchar a los otros. Falta un poco de naturalidad, de espontaneidad. Faltan vínculos afectivos.
Las formas de la ciudad, su personalidad.
¿Por qué? Intento comprenderlo. En el Laberinto de la soledad, Octavio Paz afirma que el mexicano evita a otros mexicanos en el exterior, por temor a ver su propia imagen reflejada en el otro. Huye para no ver lo que no le gusta de sí mismo.[11] Me pregunto si en Brasilia no sucede lo contrario. Quizá lo que realmente temen las personas es no poder encontrar su propia cultura en el otro. ¿Es la intolerancia, el miedo a que su ser diferente se diluya frente al otro? ¿A qué le teme el brasiliense?:
Para Dácia, quien vive aquí desde 1992, esto se explica un poco porque Brasilia “es un espacio de no lugar: “Siento que tiene que ver con la característica de la ocupación continua de Brasilia. Muchos vinieron –y siguen llegando–, y dejan a sus familias en los estados de origen, en donde tienen fuertes lazos de afecto”. Tal vez, lo único que sea posible conservar es su cultura, en la privacidad de su casa, de su ser.
Cada quien, un mundo.
¡Qué interesante! Una ciudad homogénea en la arquitectura y en cada casa un estado de Brasil, un país, ansiando preservarse. Y mientras las personas cuidan no mezclar su cultura, sin mucho éxito, los domingos en la Torre de Televisión –donde se monta un mercado ambulante–, bailan a la misma tonada las expresiones culturales y culinarias de los varios estados de la nación brasileña. El artesano brasiliense, el africano, el nordestino, el indio… se funden en un mosaico multisensorial.
Es así como Brasilia sólo aparenta, porque, en el fondo, hay mucho más de lo que se alcanza a ver e, incluso, imaginar, cuando uno la conoce; como cualquier ciudad. Yo ya coincidí, como dije al inicio, con la escritora Clarice Lispector y con muchos otros que captaron a Brasilia con una expresión fría, solitaria, superficial, artificial y elitista. De hecho, es una de sus caras. Pero, como la propia Clarice escribió, Brasilia es “tan superficial como debió ser el mundo cuando fue creado”.[12]
Extraña y alucinante ciudad.
Sin embargo, este espacio urbano tiene todo tipo de detalles interesantes. Algunos construyen sus profundidades, desde fuera y, más aún, desde sí misma, como el hecho de ser una ciudad ecuménica. Es un sello desde su geología. Brasilia duerme sobre este tapete rojo que cubre una extendida corteza de cristal de cuarzo. Esto estimula el esoterismo que ya es parte de la sangre sincrética de Brasil.
Paula Vilas, profesora argentina de la Facultad de Música de la UnB, dice que fue lo que más le impactó de esta urbe: “En la construcción de Brasilia, cada predio fue pensado para abrigar los distintos cultos –alternativos o no– en un sector determinado de la ciudad; y lo más curioso, y hasta paradójico, es que exactamente a lado del edificio Getulio Vargas, gobernante que en vida persiguió a las religiones afrobrasileñas, fue construida una casa de Umbanda[13]”. La académica también señala que Brasilia es una ciudad muy ecológica: “no hay espectaculares”.
Otra opinión unánime es sobre la importancia de la universidad en la esencia de Brasilia. No únicamente porque ahí se genera el 90% de la producción intelectual y cultural de la ciudad, sino por la sociabilidad que propicia, como argumenta Marisa von Bülow:
La UnB es muy particular y, tal vez, lo mejor de Brasilia. Ella convoca a personas de varios lugares de Brasil y de otros países, que permanentemente intercambian ideas, experiencias…, hacen amigos. Aquí no es una ciudad donde tú puedas integrarte fácilmente, como en otras ciudades y, en ese sentido, la universidad abre esa posibilidad. Por otro lado, representa un movimiento intelectual muy fuerte. Claro que podría ser mucho mayor, pero continúa siendo una universidad elitista.
Estudiar en la Universidad de Brasilia me permitió el acceso a otras personas. Gente de todo lugar que contribuye a la construcción social de este espacio urbano. Percibí que la vida académica es un factor clave para que esta ciudad no sea exclusivamente el “dormitorio de políticos de paso”, como se piensa fuera de ella.
El mito del viaje, fundador de Brasilia,
capital de la esperanza.
Por otro lado, “Brasilia no deja de sorprenderte, porque ella no es sólo el Plan Piloto. Las ciudades “satélite” también son el Distrito Federal; y es muy interesante, pues esas villas no se diferencian mucho de pequeñas poblaciones del interior de Brasil”, observa la videoasta y cineasta Dácia Ibiapina. Así es. Lo que Brasilia esconde detrás de su imagen de ciudad elitista, es uno de los fenómenos más importantes de esta capital: la pobreza, que está inmersa en su nacimiento.
Algunas personas que viven en el Plan Piloto y gente de a fuera, piensan que no tenemos pobres. Es falso. Sí hay, pero están en las “ciudades –satélite– dormitorio”, y a nadie le gusta eso. Aquí existe una estratificación social muy fuerte. El Plan Piloto es lindo, maravilloso, lleno de árboles y vegetación, pero está lejos de la pobreza, a diferencia de lo que sucede en otras ciudades del país. En Río, por ejemplo, si vives en frente de una “favela” o “ciudad perdida”, no hay cómo evitar ver la miseria.
Las estadísticas dicen que Brasilia es el lugar con mayor calidad de vida de la nación. Y a mí me agrada saberlo. Sin embargo, creo que hablan del Plan Piloto, no toman en cuenta a las ciudades “satélite”, como Sobradinho, Guará, Gama, Samambaia, Sector “P”, Taguatinga, Ceilândia, y otras, donde se concentra eso que no vemos, –comenta Suyan–.
Brasilmar Ferreira Nunes, autor de Brasilia: la construcción del cotidiano[14], argumenta: “(…) la distancia entre el Plan Piloto y las “satélites” no puede ser medida en kilómetros; es de otra orden; nos habla de una aglomeración urbana del tercer mundo. Es ella quien, descarada, muestra la dificultad de interacción social. En Brasilia, ese fenómeno es más perturbador porque fue un lugar creado desde una concepción absolutamente racional. Revela también que, en el espacio de las ciudades, las dimensiones son muchas, y superan aquella física, la de la territorialidad. En especial, en este caso, la historia de sus habitantes es externa a la ciudad. Todos somos descendientes de lugares regados por el territorio nacional y, por eso, medio extranjeros dentro de nuestro propio lugar”.
Así, cuando uno extiende la mirada hacia fuera del Plan Piloto, la estratificación y guetización se expresan. “Simplemente, eso de dividir el Plan Piloto y “ciudades “satélite” (en el lenguaje) ya es jerarquizar”, opina Marisa. El elitismo tiene la edad de la ciudad. Brasilia fue pensada para los funcionarios públicos “que estarían de paso. Vendrían por cuatro años y después se irían. Muchos se quedaron. Los creadores de la ciudad se olvidaron de que la acción humana también va moldeando, con el pasar del tiempo, de la historia, su propia manera de ser. Brasilia no iba a poder ser esa isla comunista, sin que el tejido social tuviera su propia evolución”, subraya la investigadora. ¿Cómo imaginar una ciudad socialista en un país capitalista?
Virgínio narra que antes sentía vergüenza de decir que vivía en Ceilândia. Y es que, por mucho tiempo, vivir en las “satélites” fue motivo de exclusión. Y lo sigue siendo. Hoy, pese a ello, él se enorgullece de compartir con personas que tuvieron menos oportunidades que él, lo que le dio vivir y estudiar en el Plan Piloto. “No sólo coordino a los basureros de la ciudad [Ceilândia], también les enseño temas de ciudadanía, de dignidad humana”, cuenta satisfecho. “Esta villa, que podría estar enclavada en Bahía, es el foco de la delincuencia y de la violencia del Distrito Federal, pero me gusta. La ciudad me escogió. Casi a diario voy a Brasilia [Plan Piloto] y vuelvo, no tengo ningún problema con el transporte o la violencia”.
Diversas investigaciones, como la del cineasta Vladimir Carvalho[15], cineasta brasiliense, en su película Coterráneos viejos de guerra[16], y la del sociólogo Brasilmar Ferreira, explican que Ceilândia nace en 1971 como producto de la mayor transferencia de población relegada en un sólo asentamiento, con la finalidad de regresarlos a sus lugares de origen. La construcción rápida de Brasilia estimuló los grandes flujos migratorios que integraban millones de trabajadores, principalmente de Minas Gerais[17] y Goiás[18], y que sembrarían las crecientes invasiones en terrenos públicos, así como las ciudades perdidas o “favelas” que se esparcieron alrededor del Núcleo Bandeirante (asentamiento antes denominado “Ciudad Libre”, que vio nacer las primeras actividades comerciales de la ciudad durante su construcción.) Así surgen las “ciudades satélite” que albergarían a los “sin techo”, para quienes no estaba pensado un lugar en la naciente ciudad.
Con la consolidación de la capital en 1960, las sucesivas administraciones del gobierno inician el trabajo de “erradicación” de esas invasiones que, pese a la disminución del empleo en el sector de la construcción, continuaban creciendo.
Una vez más, la realidad
rebasa a la utopía.
Esto tiene un gran impacto en las nuevas generaciones –niños y jóvenes– del Plan Piloto que viven en un mundo del consumo, de las casas lujosas del Lago Sur y los centros comerciales. Dácia, analiza: “Esa falta de visibilidad con la pobreza hace parecer que Brasilia es, realmente, una isla de la fantasía”. Ella dice observar en sus alumnos la poca preocupación por los problemas del país. Y es algo generalizado, visible luego de estar unos días en la ciudad.
Sobre la politización o no de los habitantes en Brasilia, hay polémica. Para Marisa von Bülow, “las personas son más politizadas, conocen más el día a día de la política. El poder es menos mitificado por estar más próximo. Creo que es una población más informada”. Otros piensan que la cercanía con el poder no significa conciencia o participación política. Más aun, creen que la cercanía con el poder aleja a las personas de una conciencia real.
Como en todo el mundo, la sociabilidad sucede a través de los medios de comunicación y a través de los dispositivos electrónicos y digitales. Eso dificulta mirar la realidad en toda su complejidad. Uno se cuestiona, ¿cómo se desarrollan los niños que no tienen ningún contacto con realidades sociales distintas a las suyas? ¿Acaso los jóvenes de Brasilia no estarán creyendo que eso es el orden natural de las cosas? En 1997, coincidentemente en la madrugada del Día de Indio, el 19 de abril, un miembro de la tribu Pataxó[19], de nombre Galdino, murió a causa de las graves quemaduras ocasionadas por cinco adolescentes que decidieron atarlo, rociarle alcohol y prenderle fuego, al encontrarlo durmiendo en una parada de autobús entre las cuadras del “pacífico” pájaro-mariposa-cruz. Contradictoriamente, los asesinos, que argumentaron no haber tenido la “intención de matar”, no eran los marginales de las “ciudades satélite” que amenazan a la ciudad con su hambre. Eran jóvenes brasilienses herederos de magistrados que velan por el orden y la justicia desde la Plaza de los Tres Poderes, punto central de Brasilia. Si bien, quemar personas “sin techo” no es una realidad privativa de esta ciudad, sí cabe discutir las posibles razones sociales que están detrás de este suceso. Para Dácia:
El joven de Brasilia es poco comunicativo, poco interesado en política, sin muchos objetivos. La proximidad con el poder hace que las personas no vean la realidad. En 1997, participé en el jurado de la comisión de cortometraje de la UnB. Me desconcertó no encontrar afecto, amor, esperanza, cuestionamientos, empatía con “el otro” en los proyectos. Todos entrañaban la desesperanza, la violencia, la droga, la falta de amor, mucho sexo. En la comitiva, nos preguntamos si sería algo generacional, algo momentáneo, o si tenía que ver con Brasilia. ¿Si estuviéramos en otra ciudad, ese concurso habría generado otro tipo de propuestas? En clases, las entregas de mis alumnos reflejan, incluso, cierto cretinismo: siempre terminan con alguna broma, o con alguna descalificación o prejuicio. ¿Para qué discutir a profundidad los temas, si al final, no pasa nada? Como que les da igual. Algo así.
Brasilia, una urbe en transición,
una identidad múltiple y compleja.
“Nunca se puede saber lo que va a ocurrir mañana…”, recita la canción de Radio Futura[20]. Uno ignora cuán lejos puede llevarnos la virada del día. Jamás imaginé esta vida que hoy cohabita con otras muchas existencias en esta Brasilia brasileña que camina a grandes pasos para transformarse en una de esas metrópolis en donde hay de todo, incluyendo caos vial, contaminación, delincuencia… Mientras tanto, disfrutemos de esta ciudad en la que, dijo Lúcio Costa, “el cielo es el mar”. Sí, un infinito y vasto mar. ¶
– o –
(Publicado el 12 de febrero de 2020)
Referencias
- Ferreira Nunes, B. (1997). Brasilia: a construção do cotidiano. Paralelo 15. Brasilia.
- Lispector, C. (1992). Para não esquecer. Siciliano, São Paulo.
- Medina, C. (organizadora) (1998). Narrativas a céu aberto: modos de ver e viver Brasilia. Editora Universidade de Brasilia. Brasilia.
- Paz, O. (1959). El Laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica. México.
[1] Brasilia (en portugués Brasília) es la capital federal del Brasil y la sede de gobierno del Distrito Federal, localizada en la región Centro-Oeste del país, es sede del gobierno federal, conformado por los tres poderes de la República, Ejecutivo, Legislativo y Judicial. La construcción de la ciudad comenzó en 1956 a cargo de Lúcio Costa y Oscar Niemeyer. Surgió de la idea de edificar una nueva capital en las regiones interior y no en la costa atlántica. Fue inaugurada en 1960 (consumiendo 41 meses de trabajo), bajo el mandato del presidente Juscelino Kubitschek. Esta ciudad es la única del mundo construida en el siglo XX a la cual se le ha adjudicado (en 1987) el rango de Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad por la Unesco.
[2] Charles-Édouard Jeanneret-Gris, ‘Le Corbusier’ (La Chaux-de-Fonds, 1887 – Roquebrune-Cap-Martin, 1965). Arquitecto y urbanista, pintor y escultor suizo nacionalizado francés.
[3] www.unb.br
[4] Publicado en: Medina, C. (organizadora) (1998). Narrativas a céu aberto: modos de ver e viver Brasilia. Editora Universidade de Brasilia. Brasilia. Pág. 23
[5] Lúcio Costa (Toulon, 1902 — Río de Janeiro, 1998). Arquitecto y urbanista franco-brasileño.
[6] Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares Filho (Río de Janeiro, 1907 – Río de Janeiro, 2012). Arquitecto brasileño.
[7] Lispector, C. (1992). Para não esquecer. Siciliano, São Paulo. p. 67.
[8] El Plan Piloto de Brasilia fue proyectado en 1957 por Lucio Costa, quien aseveraba que la forma esencial de la capital era comparable a una mariposa. El proyecto consiste en el Eje Vial en sentido norte-sur y el Eje Monumental en sentido oriente-occidente. El nombre Plan Piloto designa al área construida en el plano inicial de la ciudad.
[9] Ceilândia es una región administrativa del Distrito Federal brasileño. A consecuencia de la instauración de la capital en Brasilia, Ceilândia creció desordenadamente.
[10] Caetano Emanuel Vianna Telles Velloso (Santo Amaro da Purificação, 1942). Músico cineasta, poeta y activista brasileño.
[11] Paz, O. (1959). El Laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica. México.
[12] Lispector, Clarice. op. Cit.
[13] Religión fundada en Brasil al inicio del siglo XX. Combina elementos del espiritismo, del catolicismo popular y del cristianismo místico, del ocultismo oriental, de la religiosidad africana, proveniente de Angola y Congo, y de las creencias tupí–guaraní, entre otras corrientes.
[14] Ferreira Nunes, B. (1997). Brasilia: a construção do cotidiano. Paralelo 15. Brasilia. p. 15.
[15] Vladimir Carvalho (Itabaiana, 1935). Director de cine y documentalista brasileño.
[16] Conterrâneos Velhos de Guerra. Dir. Vladimir Carvalho. Brasil. 1991.
[17] Minas Gerais es uno de los 26 estados que forman la República Federativa del Brasil. Su capital es Belo Horizonte. Está ubicado en la región Sudeste del país y es el cuarto estado más extenso de la nación.
[18] Goiás es uno de los 26 estados que forman la República Federativa del Brasil. Su capital es Goiânia. Está ubicado en la región Centro-Oeste del país y es el séptimo estado más extenso de la nación.
[19] Los pataxó son un pueblo indígena que vive en varias aldeas en el extremo sur del estado de Bahía y al norte de Minas Gerais en Bahía, Brasil. Desde el siglo XVI fueron obligados a ocultar sus costumbres, sin embargo, en la actualidad, los pataxó hoy se esfuerzan por animar su idioma y rituales, hablan portugués y una versión revitalizada del idioma pataxó llamada patxohã.
[20] “A cara o cruz”, de Radio Futura, álbum La canción de Juan Perro. 1987.