Ecatepec de Morelos: Un estado de encierro

Por Janneth Alyne Pérez López.–

¿Cómo son las existencias en el encierro? Con esta pregunta surge de primera instancia la reflexión de aquellas existencias definidas por el aislamiento o por la negación del exterior que imposibilita su comunicación. Sin embargo, quisiera hablar un poco más en lo extenso, en lo propio, es decir, exponer cómo la espacialidad del municipio de Ecatepec de Morelos —en el Estado de México— determina las dinámicas sociales de encierro en las que, como habitantes de este municipio, nos encontramos inmersos y que van configurando un particular modo de sociabilidad.

Ecatepec se ha convertido en un aparente cúmulo de calles que se multiplican sin ningún orden o planeación. Una especie de aglomeración inaccesible en constante estado de ajetreo que, en lo profundo, va gestando dinámicas públicas confinadas a lo privado. Es decir, la convivencia es generada en el núcleo familiar, dentro de los hogares. Es reducida a espacios pequeños y poco accesibles mismos que van trastocando el significado funcional de los espacios exteriores. A distancia pareciera que la confusión laberíntica es responsable de que este lugar sea considerado altamente peligroso y prolífico para los núcleos delictivos. No obstante, considero que su configuración es consecuencia de aquellos “proyectos pendientes” que nos obligan a estar en constante movilidad. Como si la necesidad de una vivienda mejor, de mejores servicios, trabajos, de educación y comunicación, se encontrara lejos de nuestros hogares, a horas de distancia.

Basta con pensar en las calles que circundan la zona en donde vivo [Véase imagen 1], son estrechas, dispuestas en una red cuadriculada en donde las áreas verdes son nulas. Existe una repetición que avasalla los espacios en donde se creería poco viable construir. Es sorprendente la cantidad de calles con pendientes prolongadas, con escaleras y rampas provisionales, con bordes maltrechos, accesibles solo mediante las sonadas “motos” o a pie. Calles inconclusas, a manera de retazos de empedrado, tierra y asfalto. Asimismo, se encuentran las casas que delimitan, un cuarto por aquí, unos cuantos más arriba, fachadas que sobresalen para ganar espacio, banquetas estrechas, por no decir ausentes. Todo pensado en extensión vertical, es decir, en abarcar más espacio hacia arriba, en ganar de lo perdido. Construcciones aplazadas, en espera de ser terminadas. Quizá sea un empecinamiento heredado por la crisis de vivienda surgida a partir del desarrollo industrial de los años sesenta, misma que activó los programas para el uso de suelo y que dio paso: “…al surgimiento de los primeros fraccionamientos autorizados en el municipio, el crecimiento de antiguas localidades, nuevas colonias, comienza la ocupación ilegal de terrenos fundamentalmente en propiedad privada; los ejidos comienzan a ser ocupados.” (Olivera, s.f., pág. 5)

Imagen 1. Vista relieve de la zona conurbada del domicilio particular. Captura satelital obtenida desde Google Maps, https://www.google.com.mx/maps (1 de enero de 2023).

Lo que menciona Olivera es fundamental para comprender que la transición de la vida agrícola a la industrial fue inesperada, a tal grado que hoy día los usos y costumbres reflejan una mezcla de ambas. Las ocupaciones ilegales, los despojos de la tierra y la falta de regulación dieron paso a una configuración espacial desequilibrada e incluso violenta. La misma autora sitúa al municipio de Ecatepec como uno de los receptáculos de la crisis poblacional de la Ciudad de México, la cual fue implantando una dinámica de “autoconstrucción” de muchas de las viviendas que ahora existen. La necesidad de una solvencia habitacional originó formas de bricolaje que fueron más o menos arraigando una identidad híbrida, pero inconsistente. Cada vez fueron más alejados los terrenos habitables y más largos los desplazamientos. Este agotamiento de los espacios dignos, pero, sobre todo, la falta de identidad —o la identidad endeble— dio paso al incremento de las prácticas violentas. Con ello me refiero a que vivir en lugares que no originan ningún sentido de pertenencia, que son meramente bocetos, fragmentos, promesas y cuya dinámica es su constante tránsito [Véase imagen 2], van anidando fácilmente: “…un esfuerzo reiterado y minúsculo para resistir a una fuerza hostil que aparece como superior. Esto es, el ímpetu por no dejarse matar.” (Reyes, 2017, pág. 46) De manera que del temor por morir surge una lógica de resistencia violenta que es perjudicial, pues nos va colocando como extraños, como otredades indiferentes, reacias, de tratos poco confiables, en donde el otro se convierte en enemigo.

Imagen 2. Camino a los siete pueblos. Fotografía digital, archivo personal.

Como vemos, la indeterminación que caracteriza a los espacios, a los hogares, termina por contagiar a las personas, orillándolos —de manera casi forzosa— a buscar un propósito, una completitud que resulta ardua e inasequible. Esto crea dinámicas violentas que privan de estabilidad, en donde delinquir es necesario para salir adelante y, en el caso extremo, invalidar la vida de otros: “En el imaginario mexicano, Ecatepec es el infierno: donde matan a las mujeres, se roban a los niños y los pobres sufren su pobreza. Ecatepec significa la otredad; el espejo al que no queremos asomarnos.” (Ruiz, 2022, pág. 10).

Un espejo que refleja su contraparte, pues en medio del estigma hay procesos favorecidos a partir de su falta. Es decir, mantener la violencia refuerza el vínculo entre la otredad y los sistemas de precariedad, pues para ciertos intereses político-sociales, es conveniente mantener una colectividad fraccionada, pobre y renuente. Una relación que imposibilita conciliar la extrañeza y el avance hacia lo procomún. Me pregunto ¿qué otros procesos son posibles en torno a Ecatepec? El mismo Ruiz escribe respecto a las zonas marginales del Estado de México:

Están excluidas del modelo de desarrollo del país: no hay, para sus habitantes empleos formales, educación de calidad ni seguridad pública. Han sido abandonados a su suerte y exprimidos como reservas de mano de obra barata, masas para los mítines y votos para las elecciones […] Su principal característica es la invisibilidad. (Ruiz, 2022, pág. 286)

Y es que Ecatepec está situado como un espacio impreciso, de raíces poco profundas, en donde la muerte violenta aparece como añadidura a las formas en que se puede morir. Es doloroso enfrentarse a una cotidianidad empapada de esa disminución o cese del valor corporal. Día tras día es preocupante escuchar —aunque sea de forma pasiva— las anécdotas y miedos a los que se enfrentan las personas que comparten la principal vía de intercambio: el transporte público. Entre ellas he escuchado estrategias de cómo esconder dinero en los zapatos, en el sombrero, en el “chongo” del pelo; de cómo aparentar “no traer nada de valor”, el “nunca tomes la misma ruta ni los mismos horarios”. También el consejo “no lleves audífonos, no te distraigas”, un reforzamiento constante del estado de alerta e impredecibilidad. Lamentablemente la seguridad cuesta dinero, tranquilidad o tiempo. Es curioso cómo la vialidad se convierte en el punto social de confrontación con la violencia que aún no ocurre, pero para la cual todos estamos preparados. Un lugar en donde todos nos desconocemos, pero en el que compartimos las “mañas para no temer”, “para librarla”. El transitar se ha convertido en la dinámica social; lo que intercambiamos, lo que aprendemos, lo que tememos, se encuentra afuera, en movimiento.

Respecto a lo privado, entramos en un estado de encierro que nos obliga a llevar el duelo detrás de la puerta, desde el hacinamiento, desde la posibilidad social que nos da la escasez de espacio [Véase imagen 3]. Por lo tanto, podría decir que en la mayoría de los casos —los duelos de la muerte y la muerte violenta— son pequeños y silenciosos. La seguridad que otorga el encierro se volvió común. Se volvió el refugio contra aquello que paradójicamente nos sitúa como desconocidos, como otredades peligrosas y entonces regresamos a las estrategias del principio.

Imagen 3 Calle cotidiana. Fotografía digital, archivo personal.

La comunicación también es con tiento, mediante la plática con el vecino, el rumor de la cuadra, la escucha pasiva. Los sucesos más violentos que he presenciado pocas veces tienen largo alcance, llegan a cuentagotas y se van olvidando —o quizá hemos anestesiado su repercusión. Posiblemente es normal que se vayan ensordeciendo dentro del caos vivencial, que la oralidad —de condición transitoria— vaya aplazando e incluso desapareciendo el impacto de los sucesos. Entonces podemos dilucidar el círculo vicioso en el que se convierte la “predisposición a la violencia”, un estado que nos determina como desconfiados, apáticos, cuidadosos, un tanto agresivos.

Me permitiré recurrir un poco al movimiento surgido durante los años ochenta en Francia, denominado La comuna de París, de la que Walter Benjamin reflexiona lo siguiente: “…la ciudad se ha metamorfoseado en un interior, para los communards[1] ocurre lo contrario: el interior se convierte en una calle.” (Ross, 2018, pág. 74). Y es que los espacios destinados a las dinámicas de la calle dejaron de serlo tras el empobrecimiento que dejó la guerra. Las casas, las fábricas, las iglesias y las escuelas se convirtieron en construcciones provisionales, pasadizos o barricadas que alteraron su función para solventar la crisis político-social. Las profundidades de las casas fueron readaptadas para vigilar, escapar, hacer frente o simplemente ocultarse de la represión. Una invisibilidad adquirida intencionalmente. En Ecatepec ocurre lo contrario, ha sido orillado al encierro. No es que el interior sea una calle, pues está lejos de ser el bullicio conversacional y organizacional, mejor dicho, es un momento de convivencia entorpecida en donde dormir es el reparo. La calle se vuelve extraña, allí en donde tendríamos que ejercer un intercambio activo, se va tornando en presura.

Desde lo propio pienso ¿acaso es posible salir del encierro, quebrarlo? Pensamiento que es acechado por una violencia que parece retomar fuerza como un fenómeno inalterable, pues utiliza dinámicas a las que estamos predispuestos inexorablemente, como la pobreza o la nulidad de los espacios seguros. Hay una invalidez de la vida digna, que permea incluso —como menciona Ana María Ochoa— en la banalización de la violencia (2003, pág. 53) ya que surge como una red que envuelve y anula significados más profundos como la posibilidad de una existencia plena. Desde aquí puedo decir que se extrañan los parques, las caminatas tranquilas, los sitios de reunión, salir de noche, los negocios prósperos. Sin embargo, comprender que nuestro estado de encierro no es gratuito, nos reivindica desde él. Pues localizarnos dentro del sentido de autocuidado, de la capacidad de adaptación, de reciclaje, de autoconstrucción, quizá haga pensarnos más allá de un mero acto de resistencia en el que es posible una otredad, en la que nos reconocemos con otras formas de convivencia, otras condiciones de vida, otros modos válidos de socializar. ¶

[Publicado el 9 de mayo de 2023]
[.925 Artes y Diseño, Año 10, edición 38]

Referencias

  • Ochoa, A. M. (2003). Sobre el estado de excepción como cotidianidad: cultura y violencia en Colombia. Signo y pensamiento, 57-69.
  • Olivera, P. (s.f.). Proceso de urbanización en Ecatepec, el estado como agente promotor. Observatorio Geográfico América Latina, 1-8.
  • Reyes, I. (2017). Erpos-territorios despojados: escenarios de la violencia feminicida y desaparición en Ecatepec, nororiente del valle de México. Bajo el volcán, vol. 18, no. 27, 45-68.
  • Ross, K. (2018). El surgimiento del espacio social. Madrid: Akal.
  • Ruiz, E. (2022). Golondrinas. Un barrio marginal del tamaño del mundo. Ciudad de México: Penguin Random House.

[1] Los communards o comuneros fueron miembros y simpatizantes de la Comuna de París de 1871, formada después de la derrota francesa en la Guerra franco-prusiana.

Estudió la licenciatura y la maestría en Artes Visuales por parte de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Su trabajo, en la primera etapa de su preparación, explora el diálogo entre disciplinas como la pintura, el dibujo y el grabado. En la segunda, desarrolla un discurso de carácter personal en el cual la construcción de imágenes, el contexto y la apropiación corporal delimitan su reflexión acerca de la violencia. Ha participado en diversas exposiciones, algunas de ellas son Línea Múltiple, Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH), Chihuahua (2019); Retrato/Antiretrato, Diálogo abierto FAD-La Esmeralda, Biblioteca Vasconcelos, Ciudad de México (2017); Geográficas, Instituto de Geografía, UNAM, Ciudad de México (2013). Actualmente es doctorante en Artes Visuales del Posgrado en Artes y Diseño (PAD) de la UNAM.

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