Pandemia, cultura y política cultural

Por Adrián Gutiérrez Álvarez del Castillo y María Elena Figueroa Díaz[1].–

En el contexto de la crisis sanitaria actual, la cultura se ha posicionado como una de las temáticas recurrentes dentro de los análisis sobre los posibles factores, paliativos o consecuencias sociales de la pandemia en curso. Pese a ello, las alusiones a la cultura no siempre han sido directas ni mucho menos homogéneas dentro de la opinión pública y especializada. Independientemente de la naturaleza o del posicionamiento que se pueda tener frente a tratamientos tan distintos, consideramos que la diversidad de voces congregadas en torno a la cultura en acontecimientos como al que estamos asistiendo, pone de relieve los cambios recientes que se han dado en el abordaje político de la cultura, antes y durante la aparición de la pandemia.

En México hace algunos años se inició una transformación profunda del sector cultural fundada en la aceptación de la coexistencia (inherentemente desigual) de diferentes concepciones, sentidos, prácticas y usos de la cultura dentro de los mecanismos políticos y de gestión estatales. Pese a ello, en fechas recientes esta tendencia del Estado hacia la admisión y reconocimiento de la diversidad cultural ha comenzado a entrar en conflicto con la falta de mecanismos orientados a los diferentes rubros del sector. Posiblemente esto responde al interés de ampliar la concepción de la cultura desde el plano político y de justificar, con base en ello, y acompañado de otro tipo de consideraciones de índole social y moral, la desatención de un sector cultural del cual se espera suficiente apertura para comprender y aceptar que ahora, sin privilegios ni discriminación, toda forma de cultura será contemplada. Todo indica, sin embargo, que la realización de dicha expectativa ha significado la pérdida del reconocimiento político de la especificidad de la cultura y, por tanto, la falta de acciones concretas o la elaboración de nuevas formas de gestión y de relación con la cultura dentro del proyecto de política pública vigente.

En ese sentido, no nos parece azarosa la gran cantidad de referencias que se han hecho a la cultura en el transcurso de la pandemia actual, las cuales parecen apuntar a aspectos tan distintos que en otro momento hubieran parecido imprecisas o inadecuadas. En algunas de ellas, por ejemplo, se hace mención sobre el papel que pueden desempeñar las diferencias culturales en la adopción más o menos exitosa de medidas sanitarias, individuales y colectivas, como el uso de cubrebocas, el distanciamiento social y el seguimiento voluntario del confinamiento. En otras, aunque con la misma tónica, se ha planteado que el desarrollo histórico de culturas particulares, expresado, por ejemplo, en la gastronomía y los patrones alimentarios, ha tenido algún tipo de incidencia en el desarrollo de la pandemia o en la predisposición de las poblaciones a sufrir, sobrellevar o sortear los estragos de un posible contagio.

Por otra parte, también se ha hecho evidente lo que ha significado la pandemia para la generación de un interés inédito por estimular, ante la falta de otras posibilidades, la producción artística y cultural desde el confinamiento, o bien, fomentar el consumo cultural, especialmente de las artes, de aquellas personas que pueden respetar dicha medida. Y, finalmente, la cultura también se ha hecho presente a raíz de las continuas manifestaciones de buena parte del sector cultural para visibilizar el modo en que la crisis sanitaria se ha superpuesto a –y ha agudizado– la crisis que ya se venía gestando en todo el sistema cultural y que ha mantenido a quienes participan de él en condiciones críticas y precarias. Más allá de la diversidad de acepciones presentes en estos fenómenos, lo interesante es la ampliación del uso y el gradual alejamiento de las formas ortodoxas de entender la cultura que imperaron durante varias décadas en el ámbito de las políticas culturales.

Tomando en cuenta lo anterior nos hemos planteado algunas interrogantes que, aunque surgen en el contexto de la pandemia, también van más allá de ella: ¿qué dice la heterogeneidad de opiniones, interpretaciones y expresiones culturales acerca de nuestra cultura actual?, ¿qué papel desempeña la cultura dentro del proyecto político vigente en nuestro país?, ¿cómo caracterizar la política cultural actual? Más que dar respuestas definitivas, nos interesa aproximarnos a estas preguntas partiendo de la distinción de, por un lado, la diversidad de significados que se condensan y contradicen en la cultura en tanto dimensión total de la sociedad y, por otro, el modo en que dicha dimensión se materializa a partir de la atención u omisión política derivada de los mecanismos dirigidos al sector, es decir, de la política cultural.

La primera consideración nos remite al planteamiento de Bolívar Echeverría al respecto de que la cultura constituye una expresión de la totalidad de la vida social, acotada por las determinaciones generales que rigen a la sociedad en la historia y las cuales se particularizan de acuerdo con las necesidades que prevalecen en condiciones concretas. Esto supone que, en efecto, la carga excedente de significado que imprime la forma de organización dominante en la sociedad es común a toda forma cultural, pero que de ningún modo ello niega su carácter singular y diferenciado, ni las posibilidades reales de su transformación práctica. Al contrario, la cultura se configura como el agregado total y contradictorio de formas, expresiones y prácticas con las cuales se reproduce la existencia individual y colectiva a partir de la afirmación o negación de sus elementos constitutivos. Por ello, el autor insiste:

Al hablar de cultura pretendemos tener en cuenta una realidad que rebasa la consideración de la vida social como conjunto de funciones entre las que estaría la función específicamente cultural. Nos referimos a una dimensión del conjunto de todas ellas, a una dimensión de la existencia social, con todos sus aspectos y funciones, que aparece cuando se observa a la sociedad tal y como es cuando se empeña en llevar a acabo su vida persiguiendo un conjunto de metas colectivas que la identifican o individualizan[2].

Desde finales del siglo XIX, Edward Burnett Tylor[3] ya había definido el término cultura en un sentido «totalizante» como el complejo heterogéneo de elementos materiales e inmateriales elaborados por el hombre en tanto miembro de la sociedad[4]. Sin embargo, el cambio en la forma de pensar la cultura que se dio a partir de ese momento tendría implicaciones diversas en el desarrollo cultural ulterior, las cuales contribuyeron a la consumación de la idea de cultura propia del discurso moderno que critica Echeverría. A saber, que la cultura representa la prueba distintiva de la «humanidad» y que, debido a ello, existe una actividad “que se afirma como puramente cultural, como una actividad que persigue efectos culturales de manera especial y autónoma”[5]. En otras palabras, ello favoreció el oscurecimiento de la unidad social de la cultura y la presentación de lo cultural como algo fragmentario, aparentemente libre de determinaciones y que, como tal, sólo puede ser motivo de orgullo o, en algunos casos, incomodidad.

A ello respondió el volcamiento posterior de la atención hacia el valor simbólico y otorgador de sentido propio de lo cultural, así como el interés en la instrumentalización selectiva y excluyente por parte de las estructuras estatales de las expresiones humanas que serían consideradas, en detrimento de otras, como poseedoras de un significado o un simbolismo intrínseco –siempre anclado y en relación con la materialidad de la vida de algunos grupos– que sería estratégico para las finalidades de los proyectos político-económicos. Esto da lugar a la segunda consideración con la que podemos acercarnos a las preguntas que nos hicimos antes, y la cual tiene que ver con el posicionamiento y la transformación de la cultura en el ámbito de la política pública.

En otro momento planteamos que la idea de cultura que prevalece en la política cultural vigente en México es amplia y se basa en una concepción antropológica, la cual prioriza su acepción como modo de vida y subsume las expresiones específicas (como las bellas artes o la alta cultura) a un universo mucho más vasto que engloba toda manifestación cultural sin establecer diferencias entre expresiones más o menos cultas, refinadas o adecuadas (Véase Reflexiones sobre la política cultural en el nuevo gobierno[6]). Esto puede ser entendido como un intento del Estado por recuperar la unidad de la dimensión cultural que enmascaró el propio desarrollo político de la cultura moderna, cuya particularidad radica en la no elaboración de instrumentos acordes a un cambio de perspectiva tan notable.

Lo anterior se ha hecho evidente en los discursos oficiales en los cuales se hace alusión a la idea de que la cultura es la expresión de la riqueza de los pueblos de México. Sin embargo, consideramos que el cambio reciente en la concepción cultural y la restricción de los múltiples usos de la cultura (hegemónicos, residuales y emergentes) consolidados con anterioridad en el sistema cultural mexicano, dejan ver la conversión de tal discurso en una técnica de gubernamentalidad dirigida a la legitimación, naturalización y neutralización, a partir de la omisión o indiferenciación que supone colocar toda expresión cultural en el mismo nivel, de las desigualdades socio-culturales prevalecientes. No se trata de poner en cuestión la equiparación cualitativa y cuantitativa de la cultura, la cual incluso podría ser favorable para aquellos que han estado al margen del sistema cultural, sino de identificar que, con ello, no se ha generado un efecto democratizador orientado a una nueva (o siquiera mayor) valorización simbólica, logística y económica de la diversidad de expresiones. Todo parece apuntar a un deslinde estatal y gubernamental, pero no por ello menos político, de la histórica función (aunque muchas veces cuestionable) de generación de políticas culturales concretas, lo cual sólo puede verse agudizado ante una crisis como la que hoy nos aqueja.

© José Luis Acevedo Heredia
© José Luis Acevedo Heredia

Si tal desligamiento o alejamiento se basa en la idea de que la cultura es la vida, la riqueza y la expresión de los pueblos, el Estado no ve por qué tendría que hacer algo más que impulsar propuestas de carácter social orientadas a incentivar el consumo y, en menor medida, la producción cultural. Quizá por ello la cultura se muestra cada vez más subsumida al ámbito de lo social dentro de la esfera política. Y es que, si se piensa de ese modo, en realidad no habría necesidad de recuperar o transformar la política cultural, sino simplemente afianzar la política social a la que se le ha apostado tanto en los últimos dos años. Esto explicaría la falta de operatividad del gobierno en materia de cultura que se ha dado a pesar de que reconoce como culturales la diversidad de las expresiones: la conservación en mayor o menor medida de lo que hay; el aumento o la disminución extrema de los apoyos a ciertos programas (como el aumento presupuestal al fomento a la lectura o la disminución dramática a la preservación del patrimonio); el sometimiento a concurso del recurso económico con el que ya se contaba. A eso se refería Losson[7] cuando apenas unos meses después de haber comenzado la pandemia nos decía que la crisis sanitaria había caído sobre otra muy severa: la de la institucionalidad del sector cultural mexicano.

A esto se le añade el discurso antineoliberal del gobierno en turno que, apoyado de la recuperación, en muchos sentidos descontextualizada, de los ideales de la etapa nacionalista (de hecho, las similitudes discursivas con Vasconcelos son evidentes) ha generado interpretaciones paradójicas que van desde el señalamiento de sus carácter presuntamente socialista y populista, hasta la reticencia a sus rasgos cristianos y nacionalistas. Todo esto, sin embargo, es sintomático de una propuesta en la que la mezcla no ha sido la idónea para generar una política cultural activa, creativa, original, incluyente y productiva. Y es que el afán explícitamente moralizante de la presidencia, desde su particular concepción teológica y espiritual de la regeneración, de la solidaridad y del amor al prójimo, ha refuncionalizado el papel político de lo cultural. Al serlo todo y nada al mismo tiempo, la cultura ha servido como recurso discursivo para difundir la idea de que se están atendiendo a las poblaciones invisibilizadas históricamente. Es como si se planteara que la invisibilización y desigualdad social fuera un asunto que de algún modo se puede solventar desde el terreno cultural o, desde otra perspectiva, como si la cultura eximiera las responsabilidades políticas sobre esos grupos. Pareciera, por otra parte, que si la población objetivo son los grupos que se encuentran en condiciones precarias, no es adecuado (moralmente) seguir apoyando a los artistas, a los intelectuales, a las universidades, a la preservación del patrimonio histórico o al desarrollo científico y tecnológico.

No es que lo anterior esté mal de antemano o que no tenga algo de loable, pero todo indica que la asunción de la evidencia de lo moral se asienta sobre el sentido común, pues no queda claro cuál es el fundamento desde el cual se nos exhorta a ser morales, y menos considerando la diversidad y desigualdad que prevalece en una sociedad como la nuestra. Pero, aunque lo moral tienda a favorecer la desatención política de la cultura y la ausencia de políticas culturales específicas para la diversidad reconocida, podemos estar seguros de que la dimensión social de la cultura ha sido total incluso antes de que la política la concibiera de ese modo, que es producto de todas y de todos, y que, en última instancia, podemos transformarla, como de hecho lo hacemos cotidianamente. Después de todo, si algo podemos rescatar de la pandemia es que nos ha llevado a buscar caminos para seguir haciéndolo. 

[Publicado el 11 de mayo de 2021]
[.925 Artes y Diseño, Año 8, edición 30]

Referencias


[1] Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM, Maestra en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y Maestra y Licenciada en Filosofía por la UNAM.

Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, así como en la UAM Unidad Xochimilco. Ha trabajado en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México y en el CONACULTA. Investiga sobre políticas culturales, género, visiones de futuro y el nexo entre cultura y territorio.

[2] Echeverría, B. (2013). La definición de la cultura. Fondo de Cultura Económica. México. pp. 39-40.

[3] Edward Burnett Tylor (Londres, 1832 – Somerset, 1917). Antropólogo inglés.

[4] Barrera, R. (2013). El concepto de cultura: definiciones, debates y usos sociales. Revista de Claseshistoria.

[5] Echeverría, B. (2013). Op. cit. P. 26.

[6] Gutiérrez, A. y Figueroa, M. E. (2019). Reflexiones sobre la política cultural en el nuevo gobierno. .925 Artes y Diseño, año 6, núm. 4

[7] Losson, P. (2020). Políticas culturales en el mundo post-Covid19. Panel presentado para Américas Society Council of the Americas.

Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha sido colaborador en investigaciones en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, así como en diferentes entidades y facultades de la UNAM. Entre los ámbitos en los que se enmarcan sus líneas de investigación se encuentra el espacio, el tiempo y la cultura.

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