Por José Luis Ortiz Téllez.
Cada cabeza es un mundo, y cada persona tiene su versión. Esta es la mía, desde una perspectiva diferente, desde el centro de acción. Ninguna persona puede producir individualmente tanta cantidad de proyectos, se necesita de talentos, manos, y energía para concluir con un diseño vertical como lo fue el de las Olimpiadas de México’68 hace 46 años.
I
A finales de 1966 y principios 1967, siendo un estudiante de mercadotecnia y publicidad, estaba rodeado por la cabeza de los medios mexicanos: la nieta del dueño de una cadena de radio, la hija del representante del Mickey Mouse, el hijo del editor de la revista Caballero, el sobrino de uno de los famosos productores de cine, en fin todos ellos poseían altas credenciales. Nuestro padrino de generación fue Miguel Alemán Velasco, hijo del ex presidente mexicano, nuestros profesores provenían de prestigiadas agencias publicitarias, canales de televisión o eran productores de cine o impresores, la gran familia de la comunicación mexicana. Fue una época en donde los mensajes en comunicación eran inteligentes, creativos, con sentido, utilizando conceptos, ideas impresionantes, desde luego para persuadir al consumidor, para llevarlo al mercado, para ofrecerle positivamente un producto, años después rechacé todo este concepto porque degeneró en vulgaridades, en barbarie, en conceptos baratos, sin escrúpulos. Aprendí a escribir guiones, textos, cabezas titulares atractivas, slogans, formatos para anuncios, testimoniales, a utilizar el verbo popular en las campañas, para mover al público para que tomara ciertas decisiones.
Yo venía de la industria privada –trabajé en el despacho de diseño con Raymundo Álvarez, reconocido artista gráfico del momento, y en dos agencias de publicidad1, una factoría americana de productos eléctricos y otra mexicana de comestibles en donde aprendí a programar tableros en el departamento de IBM– y de San Carlos, La Escuela Nacional de Artes Plásticas, donde años más tarde tendría batallas campales durante el proceso de cambio y desarrollo de los programas de diseño en la comunicación gráfica que fueron aceptados en 1975. En ella aprendí técnicas de dibujo, escultura, pintura, diseño y lo más importante a pensar en imágenes, a desarrollar mi percepción, y mi cultura visual. Tuve además la fortuna de participar en dos publicaciones2, una diseñada en la secundaria, “El Clarín”, y la otra en la preparatoria, “El Quijote”.
Los profesores en la Escuela Técnica de Publicidad (ETP 1966-1968) me consideraban prometedor, me toleraban y me apoyaban. Recuerdo a quien me ayudó a organizar mis ideas con conceptos claros y eficientes, me refiero al filósofo y lingüista Arrigo Coen Anitua –padre de los artistas Arístides y Arnaldo– quien, dicho sea de paso, me defendió años más tarde –cuando fui atacado en una nefasta revista de diseño editada en Monterrey– diciendo en un artículo suyo, en la revista “El Consumidor”: “José Luis es el mejor diseñador y mi hijo Arnaldo el mejor pintor mexicano”.
Estando en clase, salió el tema, por parte de uno de mis maestros, de que estaban siendo organizadas las olimpiadas y que uno de sus contactos en la organización buscaba dibujantes publicitarios, no se les llamaba diseñadores gráficos en esos momentos.
Nunca me imaginé trabajar en una olimpiada, las había visto en el cine, en los libros, o a través de las noticias de la televisión. Ante el planteamiento sobre si me interesaba participar, contesté amablemente que no. Yo no quería pasarme el resto de mi vida sentado frente a una mesa de dibujo. Tres compañeros de clase fueron igualmente invitados. Al día siguiente me dijeron que necesitaban otro más, que yo era el mejor porque habían visto mis presentaciones visuales, mis diseños tipográficos, mis anuncios para revistas, mis storyboards (secuencia visual para cine y video), mis carteles y, sobre todo, el diseño de la revista “Comunicación”, que la Escuela Técnica de Publicidad y la Asociación Nacional de la Publicidad patrocinaban –y de la que fui fundador y director artístico, en compañía de Ricardo Ampudia quien fungió como editor– y de la revista “Visión Publicitaria”, de la que fui director de arte y reportero.
Me llevó varios días tomar una decisión, finalmente me presenté y me pusieron a trabajar inmediatamente. Fui recibido por el profesor Willebaldo Solís quien fue el asesor deportivo y, más tarde, por Beatrice Trueblood, jefa del departamento de publicaciones, que se encontraba por encima de Lance y de todos nosotros.
Beatrice, diseñadora de publicaciones, tenía un ojo exquisito –me refiero a la manera en que veía los elementos de imagen y formato editorial– con una personalidad y profesionalidad impresionante, y, sobre todo, con una voz de mando. Al inicio fui dirigido por un estadounidense simpático que no hablaba español, Arthur Solin3, que trabajaba en Nueva York como consultor de diseño, vino a México a principios del 67 y estuvo hasta el otoño del mismo. Fue contratado específicamente para desarrollar las retículas y sistemas de formato de las múltiples publicaciones a diseñar con sus formas y procedimientos. Después de dos o tres semanas nos reunió y asignó a diferentes departamentos. Resultó que Arthur, ahora lo sé, tenía un gran ojo para encontrar la capacidad de cada uno de nosotros. Puedo ver en mí, después de tantos años, esa capacidad de dirección con la que él contaba para identificar los talentos de cada individuo. Recuerdo que me dijo “los símbolos e imágenes deberán ejecutarse con la misma mano y tú la tienes, hemos decidido que tú seas el asistente de Lance Wyman”.
Ese fue el principio de mi calvario. Trabajé como nunca, con entusiasmo, profesionalismo y responsabilidad haciendo uso de mis conocimientos de arte, diseño, y publicidad. Ahí conocí a otros personajes que vendrían a ser un ejemplo de lo que yo quería ser. Entre chicos y chicas se fue armando un grupo de diseño que fue asignado a diferentes departamentos; el mío, Publicaciones, me satisfizo y cumplió con lo que pensé siempre acerca del diseño. En mi sección fueron contratados varios jóvenes diseñadores extranjeros, recién egresados de escuelas en Nueva York; el Pratt Institute y la School of Visual Arts, instituciones de arte y diseño en las que, por azares del destino, llegué a dar clases dos décadas después. Entre ellos surgieron artistas que hasta la fecha se encuentran activos; Michael Gross, David Palladini, Susan Breck Smith, Jane Blumenstock, Nancy Earle, y Bob Pellegrini del Pratt Institute; Jan Stornifelt de la SVA, y Beatrice Colle, Francesa-Mexicana que venía de la escuela de diseño de Basilea Suiza, quien era dirigida por Armin Hofmann (autor del libro Graphic Design Manual publicado en 1966.)
Fue tanta mi devoción que al final, y frente a los requerimientos de horarios que demandaba el trabajo, tenía que dormir debajo de las mesas de trabajo, todo era rápido pero bien hecho. De sketches (bocetos burdos) se pasaba a los originales para su reproducción, aquí no existieron los compso bocetos terminados, existían pruebas impresas que eran mostradas a la cabeza del Comité Organizador, Pedro Ramírez Vásquez, y a los directores alternos Beatrice Trublood y Eduardo Terrazas para recibir sus opiniones y su venia.
Al ser aceptados (la mayoría fueron aceptados en la primera presentación, algunos otros tuvieron que ser editados en el camino) se proseguía con la impresión final de miles de ejemplares. Los textos, las pruebas de galera (así se le llamaba a las hojas que contenían la tipografía antes de ser terminadas) eran corregidos, editados, y autorizados por Beatrice y su grupo de editores y escritores, las fotos eran seleccionadas también de los cientos que los fotógrafos tomaban. Todo se redactaba en tres lenguas; español, inglés y francés.
Las ilustraciones eran en su mayoría elaboradas por alguno de nosotros, dependiendo del caso –incluso yo tomé algunas de las fotografías que fueron utilizadas en varios de los programas culturales. Era tanto el movimiento y muchas las necesidades que uno terminaba haciendo un poco de todo, incluso labores de supervisión de la impresión, todo siempre con la premisa de garantizar una buena calidad y consistencia en el diseño.
Ramírez Vázquez gustaba de caminar por las instalaciones (eran las oficinas de su propiedad, su casa se encontraba al cruzar el jardín en el Pedregal de San Ángel). Unas de esas noches preguntó: “¿de quién es este cubículo?” intrigado tal vez por los muros donde acostumbraba colgar, con Push Pins, bocetos, diseños, negativos, y pruebas de impresión, a lo que Beatrice Trublood contesto: “de José Luis Ortiz”. Ramírez Vázquez era una figura impresionante –en alguna ocasión le escuché decir, en respuesta a un comentario relacionado con que aprendimos mucho de los estadounidenses, a lo que él planteó. “¡Ellos también aprendieron de nosotros!”
En las instalaciones de la Olimpiada teníamos acceso a todos los medios necesarios para producir nuestros proyectos, lo equivalente a lo que ahora se corresponde con los procesos digitales; se contaba con poder de decisión, dirección y se obtenían resultados profesionales; teníamos laboratorios de fotocomposición y fotográfico, se contaba con tipografía en linotipo, copiadoras, escritores, diseñadores, ilustradores, fotógrafos. Había que diseñar un programa completo sistemático para toda la olimpiada; el departamento de Publicaciones necesitaba formatos; el programa Cultural y Deportivo requería de símbolos; los lugares de competencia requerían de identificación y de mecanismos de resultados; los diferentes programas culturales requerían carteles; el departamento de Ornato Urbano requería de un sistema de señalización; y los boletos para los eventos debían de ser diseñados.
Así me la pasé hasta después de terminadas las olimpiadas. Trabajaba hasta muy tarde y por las noches salía y me quedaba con Nancy, una estadounidense de NY que fue diseñadora en el Times Magazine, y que vivía cerca de la zona de Coyoacán. Mi vida era el trabajo y mis compromisos con la olimpiada.
Tenía muy poco tiempo para socializar porque siempre estaba en stand by, excepto a la hora del almuerzo, tenía que esperar hasta el fin de semana para salir con mis amigos de la preparatoria y de San Carlos. En ocasiones se organizaban fiestas y reuniones con los compañeros de publicaciones, salidas al festival cinematográfico en el desaparecido cine Roble en la avenida Paseo de la Reforma, a veces salíamos a tomar una copa en algún bar cercano de San Ángel o Coyoacán con Carlos Beltrán, Luz María Linares y Miguel Cervantes, de la misma manera, eran contadas las visitas de Scarlett, mi amiga y enamorada de infancia.
En la casa de Lance conocí a Antonio Peláez, así como a su compañero, que fueron los caseros y vecinos en la calle Nebraska, quien organizaba reuniones donde aparecía gente reconocida y celebre. Lance dio una recepción en ese mismo edificio para los artistas que participaban en la “Ruta de la Amistad,” organizada por Mathias Goeritz , ahí descubrí y conocí al artista Alexander Calder4, autor de los móviles y de grandes esculturas que se pueden observar en el Hotel Camino Real de la Ciudad de México.
Pocas veces circulaba por el piso de abajo donde estaban Manuel Villazón y Jesús Virchez con su grupo de estudiantes de la Universidad Iberoamericana, que colaboraban con nuestro departamento, Virchez, Villazón y Sergio Chapa habían sido los iniciadores de la evolución de los 20 símbolos deportivos que fueron desarrollados y refinados por Wyman y nuestro equipo de trabajo. Otro de los departamentos era el de Eduardo Terrazas5 que fungía como Asesor Artístico de las Olimpiadas y estaba al frente del departamento de Ornato Urbano y, desde luego, el de Publicaciones dirigido por Beatrice Trueblood donde también se veían caras familiares de escritores o traductores de español, inglés y francés. Incluyendo a José de la Colina, José Revueltas6, Juan Vicente Melo, y Juan García Ponce entre otros, y chicos y chicas de diferentes países y colores. En mi opinión destacaba el editor de publicaciones Huberto Batís.
Durante los juegos y cumpliendo con los horarios, mi trabajo se extendió por las noches y por la madrugada, había que entregar los originales a la “Imprenta Miguel Galas”, sobrino de Santiago el fundador de la imprenta, donde el ilustrador-pintor Jesús Helguera había trabajado en sus populares calendarios en décadas pasadas, eran los impresores más completos en esos tiempos con grandes prensas de múltiples colores. Había otros fabricantes de parafernalia olímpica a los que se les entregaban los originales para su reproducción.
La consigna de los impresores fue darnos todas las facilidades que nuestro trabajo requiriera. En las selecciones de color se retocaban los errores o modificaciones, nuestros originales estaban montados en cartulinas blancas o recortados en acetatos de película ámbar o roja llamada Rubylith que reproducían al negro, como las que se usan para serigrafía, y eran montados por mí y Beatrice Colle. Armábamos las capas del original con película negativa o película transparente. Era una forma rápida y eficiente, si se conocía la fotomecánica, los sistemas de impresión siguiendo los pasos nos llevarían a un resultado positivo. Si lo hacíamos en negativo sabíamos que saldría en positivo y viceversa.
El trabajo de espejo era divertido y se lograban resultados increíbles con los colores seleccionados. Era una juego entre papeles, maquinaria y olor a tinta, los trabajadores de Galas también ayudaban con sus especialidades; el seleccionador de color, el que armaba los originales para reproducción múltiple aprovechando los tamaños del papel sin desperdiciarlo, el paste-up ó maquetero que finalizaba los originales, los de fotocomposición que igualaban los colores que caprichosamente seleccionamos de los muestrarios de Pantone, con tramas y pantallas de diferentes puntos, el impresor que distribuía el color equitativamente en los rodillos, las pruebas a color, las pruebas de máquina, el encontrar errores ortográficos en las placas terminadas, el parar la producción porque los horarios cambiaron y había que repetirlos, el parar la producción porque los colores o el concepto no era el adecuado y había que desecharlo.
Era una serie de trabajos manuales, artesanales que culminaban con grandes resultados; atractivos carteles, folletos con una calidad extraordinaria para esos tiempos, reproducciones fieles a la fotografía y registros fieles a los del diseño.
Fue una gran experiencia, una lección de posgrado, una muestra de lo qué se puede hacer con talento y poder. Así fue como me malacostumbre, es decir, pensé que todos mis trabajos serian como este, que había empezado con una gran línea de trabajo. No fue así, nadie tuvo los medios suficientes para producir en un solo lugar hasta finales de los setentas que ya se contaba con cámaras fotomecánicas para producir copias y negativos, copiadoras, tipografía, utilizadas en la producción de originales listos para ser multiplicados. Se utilizaban fotografías impresas en b/n y color directos de negativos y transparencias de treinta y cinco milímetros para la posición de fotos.
Ahora con la web y los sistemas digitales, scanners, fotografías de archivo, y con las impresoras se pueden obtener pruebas a color así como negativos antes de ser enviados al impresor, sin el goce que se tiene cuando se dibuja, se hacen bocetos, se fotografía, se colorea, se escoge la mejor tipografía, logrando una interacción entre diseñador -fotógrafo -ilustrador, en esos tiempos se desarrollaban varias alternativas y se tomaba una decisión de cuál era el mejor concepto.
Había reuniones y cenas. México estaba en una algarabía contagiable. Por una parte se tomaba vino y tequila, por la otra los universitarios perdían su autonomía. Todos nosotros nos encontrábamos en medio de una disyuntiva: ¿para quién estamos trabajando?, ¿éramos parte de la elite justiciera?, ¿éramos cómplices? Muchas preguntas, pocas respuestas. Para mí todo era trabajo, disfrutaba tanto que no media el tiempo y esfuerzo, era mi pasión y me abría una gran ventana al mundo.
En mis intercambios culturales con nuestros compañeros extranjeros, se sembró la semilla para mi salida de México, todos me decían que lo que yo hacía lo podría desarrollar mejor en Nueva York. Pasaron varios años antes de mi partida. Incluso al final de las olimpiadas un personaje de la comunicación Carlos Arouesty propuso en una comida que el grupo de diseño de las olimpiadas trabajara para su agencia al final del evento, a lo que todos coincidieron en que yo fuera el Director de Arte, así fue por algún tiempo.
(Publicado el 9 de noviembre de 2015)
- Cabe incluir en estas rememoraciones a Carlos Arouesty, quien fue un personaje en la comunicación mexicana, mi padrino de graduación, mi jefe en la Agencia de Publicidad que llevaba su nombre, así como socio en ABYSA (Arouesty–Bauwer–Yáñez), otra agencia de publicidad donde yo fui cabeza de un grupo creativo así como director de arte entre 1972 y 1973.
- Mi primera experiencia de comunicación fueron “El Clarín” (nuestro lema fue: “Toca poco pero cuando toca suena”), una publicación de la secundaria (1958-1960), impresa en Mimeógrafo donde primero se tenía que teclear en una máquina de escribir (picar) a una hoja de seda especial para la impresora Gesterner y luego enrollarla en el cilindro que al ser manipulado rodaba despidiendo la tinta e imprimía en hojas predispuestas; y “El Quijote” un vocero de la preparatoria No. 7 (1964), impresa en prensa plana, junto con otros compañeros de la secundaria.
- La identificación de un evento como son las olimpiadas no es cosa de juego pero si del juego visual con tonos históricos y políticos. La identidad debería justificar la aptitud del lugar de origen; sus costumbres sobrevivientes de la mezcla de culturas, sus comidas; sus contornos; su música; su arte; ¿Quién en México estaba equipado para organizar sistemáticamente un programa de esa magnitud? El Diseño Gráfico, como era conocido en Europa y los Estados Unidos, estaba prácticamente en desarrollo en México, según Arthur Solin, y, en los últimos diez años debido a su economía, estaba preparado para dar el gran paso para que fuese utilizado como parte de un sistema más amplio de comunicación –como ya lo hacía en otras sociedades que se enfrentaban con problemas de identidad, problemas, donde el diseño gráfico, tuvo una gran influencia en la atención a las necesidades y en la elaboración de productos, diferenciando entre la gran competencia de productos y servicios. Es por ello que se necesitaba a un diseñador de marca que diseñará un programa congruente y logístico. America’s Graphic Design Magazine, mayo/junio 1968, XVII:III. Traducido y editado por José Luis Ortiz Tellez.
- Mathias Goeritz, escultor, profesor de arte y pintor de origen Alemán, radicado en México desde 1949. Entre otras actividades influyo en algunos artistas jóvenes mexicanos y apadrinó a Wyman desde el principio. Fue coordinador de la Ruta de la Amistad durante los Juegos Olímpicos. Recuerdo que decía, cuando alguien copiaba a nuestros antepasados, “A los muertos hay que dejarlos en paz”.
- Entre sus proyectos se pueden observar el diseño de ornato en todos los estadios y pistas deportivas, utilizando ondulaciones que producía el linaje ofrecido por el logotipo México’68 y que sugería un efecto de eco. Los efectos fueron una geometría fantástica; aplicaciones a muros, esculturas, uniformes, señalizaciones y todo accesorio visual utilizado como identificación o de ambiente en las instalaciones deportivas.
- Nuestros compromisos fueron con la olimpiada, pero los acontecimientos que sucedían fuera de nuestros terrenos eran alarmadores. Se acusaba a José Revueltas, uno de nuestros escritores, quien circulaba por los pasillos de las oficinas del Pedregal y con quien llegué a tener simpatía, y a quien le brindé respeto después de compartir algunos momentos entre conversaciones y tequila, de ser uno de los participantes en la Asamblea de Intelectuales y Artistas ante el Consejo Nacional de Huelga en 1968, y autor intelectual del movimiento. Días más tarde, el 2 de octubre el ejército invade la Ciudad Universitaria, continuando con la matanza de los estudiantes y manifestantes reunidos en la Plaza de las tres culturas en Tlatelolco y él desaparece del mapa. En esa época no tenía ninguno de sus libros, sabía que José Agustín había editado su obra literaria en 1967, y escuche que el stablishment cultural no lo aceptaba, lo vetaba. Su afiliación comunista y su pasado de rebeldía ante el status quo lo llevo a prisión varias veces. ¿Quién es este hombre?, ¿qué estaba haciendo aquí? Se ganaba la vida escribiendo para la cultura, en este caso para una olimpiada que era la antítesis de lo que él representaba. Tengo otro cuento sobre él.