Este ensayo forma parte del apartado teórico titulado “Ciberpintura: La reconversión de la virtualidad al arte tangible”, integrado en el desarrollo de la investigación doctoral de la tesis “Pantalla pintada: Poéticas de la mirada digital hacia una concepción alternativa del arte”.
En su carácter experimental, estas líneas buscan ejercer un contrapeso en la inercia que representa la irrupción desmedida de la imagen digital en el arte actual; y, asimismo, esbozar algunas directrices que ayuden a concientizar las dimensiones menos debatidas en torno a la tendencia global de las expresiones virtuales frente al arte visual tradicional. Concretamente, se abordará una de las alternativas estéticas que atienden este desafío, la cual consiste en destacar la materialidad como concepto ante el paradigma de un arte cada vez más tecnológico y des-objetualizado.
En su ensayo Conceptos viajeros en las humanidades, la escritora holandesa Mieke Bal (Bal, 2006) nos revela que los conceptos son la esencia sucinta de las teorías y que contienen un potencial reflexivo en sí mismos; pero no sólo eso, como el título indica, los conceptos son fenómenos humanos que viajan en el tiempo y hacen que su significando se transforme a la par de los paradigmas por los que atraviesa nuestro apercibimiento del mundo. Los conceptos caben a veces en una o en un par de palabras atrevidas, en términos que semánticamente se ven cargados en un contexto preciso, tal como ahora es el caso de la dupla adjetiva elegida para arrancar este breve estudio: ‘digital’ y ‘dactilar’.
En la definición para ambas voces, en el Diccionario de la RAE, es curioso encontrar aún en primera instancia de cada una de sus acepciones una leyenda común: “perteneciente a los dedos” (Real Academia Española, s.f., definición 1). Esta suerte de defensa, de ponderación corporal en el significado, puede resultar tiernamente grata si pensamos que ante la locución ‘digital’, ya casi nadie piensa en los dedos de la mano y en la correspondencia desprendida de ahí, que es la de contar como un niño con un dedo, es decir, el principio de la tecnología que procede del simplísimo hecho de alzar y bajar un dedo, o sea, de generar un mínimo acto binario. También es curioso que la palabra ‘digital’, en el presente, sea justo una analogía contraria al término ‘analógico’, que es otra analogía. Aunque eso es historia aparte (Belting, 2007, p. 51).
Si hace unas cuantas décadas alguien hubiera mencionado el concepto de ‘escritura digital’, o de ‘dibujo digital’ era obvio que se refería a esgrafiar con el dedo alguna superficie para inscribir algo, un mensaje o una figura, ya fuera en la arena de la playa o en un cristal empañado, nada más (Diccionario Etimológico Castellano en Línea, 2022); eso, y no algo como la acción que, por ejemplo, ejerzo ahora en un teclado, tanto digital como dactilar, para registrar estas reflexiones. Nuestra búsqueda conceptual se extendería hacia enormes latitudes si nos detuviéramos a repasar acciones relacionadas, como los cambios que ha tenido el propio concepto de ‘imagen’ o de ‘escritura’ (como en ‘asesoría de imagen’ o de ‘escritura genética’, respectivamente, etc.) Más temprano que tarde, nos daríamos cuenta de que el mundo de las palabras se ha transformado y desfasado del mundo de las cosas y, por supuesto, de su origen históricamente rastreable.
Para no desplegar un mero discurso filológico, he de mencionar que, dentro de este ilimitado conjunto de transformaciones, si observamos con detenimiento, es posible identificar algunas tendencias estructurales que nos ayuden a entrar en materia de arte e imagen, como es nuestro caso. Partiremos del ejercicio de una conciencia ordinaria: el hecho de que la presencia de internet ha multiplicado exponencialmente el flujo de las imágenes, de su visión cotidiana y, con ello, ha exacerbado la presencia de la cultura de la imagen digital en el sujeto y en el artista promedio, democratizando su uso a grados insospechados y atrayendo una pluralidad de ámbitos a los que habría sido imposible acceder hace apenas treinta años. Podríamos resumir esta idea diciendo simplemente que nunca el humano había resultado un ente tan visual y tan dependiente de las imágenes, ahora digitales, así sea un artista o no. En ese sentido, la tecnología es atractiva porque, de algún modo, se la ve semejante a la magia (Clarke, 2018).
Ante este acontecimiento, de una injerencia mayor que la cultura del libro, ha ocurrido un fenómeno de fondo; por completo afincado en días recientes, y que conocemos perfectamente como ‘virtualidad’ o ‘vida virtual’; lo cual se potenció al máximo durante la parte inicial de la pandemia de Covid-19[1] con el trabajo en confinamiento. Justamente es la inclusión de este “campo” lo que ha terminado por separar la vida cotidiana en dos modalidades de cognición a todas luces reconocibles: la virtualidad y la presencialidad, extraña palabra esta última que el auto corrector de texto todavía no identifica como tal; pues no es exactamente presencia, sino algo que enfatiza su cualidad física.
Cuanto aquí nos concierne es observar cómo estas tendencias lingüísticas operan precisamente en el espacio y cómo éste se sublima o se extrapola al hecho de la mirada. Digamos que se trata de algo físico y sensible a lo que se le ha restado ciertamente su fisicidad. Se trata también de reconocer que este desplazamiento ha venido presentándose cada vez más acentuado, no sólo en la vida en sí, sino en hechos sociales como la educación y el arte; y como si en las manifestaciones humanas estuviera operando de fondo una disposición a des-objetualizar o desmaterializar muchas circunstancias de la vida misma. Piénsese en los nuevos significados que ahora tenemos para vocablos como: portal, ventana, correo, sitio, red, fuente, nube, navegación, etc.; indefectiblemente encontramos una disposición a metaforizar el espacio físico por una concepción más mental y visual, algo indeterminado en lo tangible, pero afincado en el imaginario, semejante a como se entendía la noción de ‘cielo’ en la antigüedad.
En lo tocante al arte, es posible notar que, antes de la era de internet, ya se avecinaban algunos conatos de volverlos objetos estéticos-físicos en eventos estéticos-mentales que se desentendieran de su atavío con la materialidad como si su belleza no estuviera en el elemento que encarnaban, sino en el mundo abstracto de las ideas. Una prueba de ello la da el discurso del libro de Lucy Lippard, Seis años: la desmaterialización del objeto artístico, de 1966 a 1972 (Lippard, 2004), en donde se nos habla del proceso de conceptualización (des-objetualización) que el arte ejerció sobre la tradición de la existencia de la ‘pieza’, ahora en favor del ‘evento’ y de la inclusión de los discursos filosóficos en las representaciones del arte; el cual, poco a poco, cambió su sede y se fue acercando a una autoridad que hasta entonces era más propia de la filosofía y el lenguaje escrito, que del espacio y la materia, como lo constata el resto de la historia del arte.
Por supuesto, la naturaleza transpolar de lo tangible del arte hacia lo filosófico se acusa también en la aparición de un nuevo cansancio visual (recuérdese otro libro sobre ello: Ojos abatidos, de Martin Jay (Jay, 1993) venido del consabido hartazgo de la inclusión de discursos en las imágenes y de la apropiación de las mismas en su inabarcable límite y, más tarde, ante su nuevo menú en el lugar común y el cliché tras la aparición de las redes sociales y la estandarización, no sólo de la imagen, sino de los estilos artísticos y los procedimientos para la creatividad, antes ciertamente más individualizados. Y es que era evidente que, entre más se socializara el mundo del arte y la imagen (en este caso a través de internet), más se hallarían por doquier patrones repetidos y estéticas ajustadas a las nuevas modas del hacer; de lo que, por más disidente que se pretenda ser como artista, simplemente no hay escapatoria. En todo caso, es esta un arma de dos filos que empodera rápida y paradójicamente el cliché ante el ímpetu de innovación; llevando, como apuntaba Niklas Luhmann, el arte hacia un rumbo cada vez más social (Luhmann, 2005).
En cuanto a las imágenes, si sumamos el asunto de la desmaterialización de la obra artística y el cansancio visual acusa de los discursos teóricos y de la multiplicación de la imagen digital, estaremos de frente a un escenario del arte visual y de la imagen por completo distinto al de hace apenas unos años. Esto es evidente si reparamos en que hoy en día, aun los que, de uno u otro modo, nos dedicamos al arte contemplamos mucha más pintura en la red que en cualquier galería o museo. Y no sólo eso; sino que, más que nunca en la historia del arte nos enfrentamos a imágenes recicladas y reiterativas que buscan, a toda costa un aura de novedad en estéticas prefabricadas como el cómic, los íconos cinematográficos, la parodia de clásicos, etc.
Pero dejando a un lado las sobradas y supuestas ventajas de la cultura visual digital, aboquémonos ahora a los desafíos y menoscabos que el curioso de la imagen o el creador en general debe tener en cuenta. La imagen digital está condenada a varios factores. Por ejemplo, a las distintas proporciones de los soportes y a la visualización cromática del dispositivo en que se la aprecie; no tiene escala objetiva, precisa conocimiento del uso de aparatos, es plana, por supuesto, carece de texturas y su disponibilidad exige energía eléctrica (en cables o baterías) para hacerse visible; además de que, conceptualmente, está hermanada al cambio, a la fugacidad y, con ello a ser desechada y olvidada.
En su libro Antropología de la imagen, Hans Belting hace énfasis en la necesidad de elaborar una historia puntualizada de la imagen; de ello, destaca, por ejemplo, la función primordial del propio cuerpo en la apreciación e incorporación cognitiva de las imágenes; en cuanto a las pantallas, Belting observa en ellas un rol de espejo, cuya fantasmagoría relega nuestra presencia física a cambio de la transmisión de un contenido limitado y simbólico (Belting, 2007, p. 7), cuyos intereses se ven fácilmente dirigidos por los agentes que inundan los medios con fines propios. De modo que se vuelve mucho más sencillo acudir a cierto tipo de imágenes digitales y de ciertas fuentes (como las redes sociales) que a otras menos auspiciadas y, en el más extremo de los casos, que no cuentan todavía con un registro digital ni con el aval de su propagación.
Otra de las cosas que son dignas de tener en cuenta es que la imagen digital, a pesar de antojarse por completo virtualizada, depende forzosamente de esa pantalla (o proyector) para ser emitida. Este objeto mitad vivo, mitad inerte cuando está inactivo o apagado, ha sido paradójicamente poco estudiado en el arte a nivel fenoménico. No hace mucho, los estudios del arte a partir de la cultura y la imagen refrescaron una perspectiva que los antiguos griegos llamaban “parergon” (Derrida, 2005 y Ascott 2003); con lo que se referían justamente a todo lo accesorio y ornamental con que el arte parecía venir amalgamado en su manifestación: escenarios, paredes, pedestales, bases, marcos, telas de fondo, etc. Y, efectivamente, ¿qué era el arte sin todo eso que, de alguna forma, le daba lugar?
Contrario a lo fútil que ello parecería, con la evolución del arte en el mundo de las ideas, tal reflexión cobró tintes revolucionarios que nos empezaron a hablar, ya no sólo del contenido o de la forma; sino, más bien, de una anti-forma (Morris, 2000), es decir, una elevación del contexto del arte que, al modificarse él mismo, transformaría igualmente el apercibimiento de lo que es una obra, en el sentido completo del término, admitidas sus fronteras. Encontramos, incluso, un conceptualismo en el arte propio del parergon, como en Eva Hese que, en 1966, muestra una obra llamada Colgadura, la cual consiste en un marco vacío con su cable de colguije en el piso; o bien, la oleada de pintores que pintaron sobre los marcos o los soportes escultóricos, aun sin contenidos en ellos, un tanto a lo Marcel Duchamp, por no citar a los cientos de artistas de aquella época que, precisamente, basaron su conceptualismo visual en la inversión de los soportes y los contextos habituales del arte tradicional, y cimentaron, en este diálogo paródico, todo el sentido de su arte.
Ciertamente, una ausencia de forma no es un vacío en el sentido estricto de la palabra; sino de algo que, por no captar toda la atención, hace patente no obstante un significado, más allá de que se la considere una entidad autónoma o sencillamente se la ignore. Es algo que ocurre en la distancia entre un museo y una bodega de trebejos, del land art al arte miniatura, desde un título hasta aquello que nombra. De modo análogo, podemos entender esto como un ámbito o escenario que subraya la presencia. Por ejemplo, ¿qué serían la escritura sin el espacio, la música sin el silencio y la visualidad sin su consabida abstracción?
En la actual manera de vivir, cada vez más virtual y aferrada a la tecnología, a diferencia de los objetos tangibles del arte, los límites de las imágenes desplegadas en pantallas son de una evanescencia casi cruel. Una pantalla entonces es a un tiempo contenedor y frontera de cuanto emana; el lugar físico en donde se la aloje es indeterminado: un escritorio, un aula, un buró, el bolsillo, etc.… Un libro “acaba” en el librero; una escultura que descansaba en el garaje vuelve a ser obra cuando al fin se le consiguió un soporte adecuado para ser apreciada; una pintura es encuadrada por un paspartú y, a su vez, por un marco que luego se coloca en alguna pared, etc. No obstante, cuando una imagen digital es vista, y por más que se la tome en cuenta, ésta se encuentra latente de morir a cada instante, al cerrar de la computadora, al tomar una llamada en el celular, al cambiar de aplicación, etc. Es como si no fuera nada, un fantasma en el que se cree mientras está enfrente. Pues, como ellos, en un principio cuántico, existe y no existe al mismo tiempo. Es ésta una de las anti-formas de lo digital: una pantalla luminosa no aspira al estatismo, sino apura su cambio, se la quiere deslizar por otra, apagar, etc. Este dinamismo es parte de su verdadera “estética” ontológica, en que la urgencia es clave. Y hasta un bebé de un par de años, ante una pantalla, busca incidir en ella y deslizar sus dedos para poder ver otra y otra imagen.
Es obvio que esta suerte de fantasmagoría se la imputamos a todo lo que la luz muestra y oculta: sombras, reflejos, archivos borrados, aparatos ya sin energía. No obstante, existen otras fantasmagorías propias del mundo tangible que se hallan entre nosotros bajo forma de gestualidad, de otros lenguajes, como cuando hojeamos un libro con algunos atisbos de frases, de los forros al índice, y con sólo unos instantes de lo que supondría su lectura completa, somos capaces de entender sobre él; como si se tratara de un idioma fenoménico, un leer de labios, de apercibimientos con que precisamente nos habla el parergon. Cada vez son más las empresas y galerías de arte que han querido tomar cartas en el asunto al exponer, vender, e incluso, rentar como plan temporal tipo streaming, pantallas con contenidos de arte en gran resolución de imagen, que formen una especie de red, de colección exclusiva. La lista es cada vez más grande Aura y Gear Brain, ArtCast[2] e, incluso el MoMa[3] mismo.
Repasemos la ontología de lo que hasta ahora se conoce como arte digital. La cultura digital, escenario de la actual vida virtual y pandémica, es un fenómeno tan poderoso, que disuelve la realidad a su paso y, con ello, el propio contacto presencial y físico con el arte tradicional. A tal grado es así, que designaciones como “pintura digital” no tienen nada de pintura y todo de digital. Cada vez, tanto museos como políticas culturales presentan a los numerosos usuarios-espectadores nuevos modelos de exposición de arte en donde las pantallas son el soporte principal. Espacios como el emblemático Museo Georges Pompidou[4], en París; o el MoMa, en Nueva York; también como el MUAC[5] y el Centro de Cultura Digital[6] en la Ciudad de México (además de las exposiciones mundiales como Van Gogh Alive[7], etc.), dan prueba de la enorme e irrefrenable tendencia con que la imagen digital se abre paso en el arte, tanto a modo de nostalgia y parodia del arte pasado, como a modo de interacción que incorpora cada vez más las nuevas facultades de la tecnología y las experiencias inmersivas, detonadas por sensores, interacciones, multimedia, mapping, etc.) ¿Hasta dónde, si lo hubiera, el verdadero espíritu del arte puede habitar ahí? No nos equivocaremos al afirmar que, paradójicamente, esta serie de fenómenos ha dispuesto en gran medida el statu quo del arte, en el que el artista puede no ser más el hacedor directo de su pieza, y sí el autor intelectual de su obra, aunque no la toque nunca.
Lo que aquí nos llama la atención es justo otra tendencia, no muy patentizada, que se interesa por revelar, o dejar al descubierto, aquellas hegemonías con que la imagen digital nos ha capturado sin permitir ser cuestionada ni denunciada ante la propia mirada del arte, y estas son, por ejemplo, la forma en que lo digital ha absorbido al arte de la tradición, y cómo demanda una inversión económica para acceder a ello y, por supuesto, la enorme cantidad de mensajes comerciales y marcas con que se la entremezcla, su necesidad de renovación de soportes a causa de su obsolescencia constante, su confinamiento generacional y, con ello, el requerimiento de un constantemente renovado alfabetismo visual, además de la necesidad de conocimientos técnicos, etc. Por otro lado, el internet impuso una ontología cartesiana a la imagen, la colocó en una trama de coordenadas de la cual no se puede escapar, un código alfanumérico: mapa único que deja atrás por completo lo heurístico de la imagen del arte y lo coloca dentro de lo algorítmico; en aras del lenguaje escrito.
Sopesar estos dilemas es tener en cuenta justamente la facultad de resistencia ante el statu quo y proponer que algunos aspectos de la cultura imperante se incluyan en el argumento artístico, sin tener por fuerza que acudir a sus exigencias y a los costes que, en este caso, implica la tecnología digital. De las posibles rutas que cuestionen esta nueva manera de experimentar el arte de la imagen que se va autoimponiendo en los modos de ver, podríamos hablar de una necesidad por “desvirtualizar” los contenidos digitales y, de algún modo, hacerlos notar desde su antípoda, es decir, desde la materialidad. Esto implica abordar esa idea de metaforización de la realidad justo en un sentido de opuestos, es decir: no ya de cómo vida y arte se vienen virtualizando; sino cómo es que lo digital puede buscar, asimismo, una salida hacia lo tangible, para ser reincorporado como un regreso conceptual, sobre todo, a partir de la estética y el arte mismos, cambiando así el flujo habitual de interiorización de lo virtual (lo dactilar por lo digital), hacia la exteriorización que representa la obra de arte palpable; lo cual ciertamente es un fenómeno de resistencia, significativo en sí, y que no implica en absoluto una regresión nostálgica a las artes plásticas y sus parámetros académicos de composición, forma y equilibrio; sino una reconsideración de la propia plástica a modo de actualización, de aire nuevo.
Ya desde hace dos décadas, y de modo visionario, en su libro El retorno de lo real, Hal Foster (Foster, 2001) nos habla justamente de esta necesidad innata del arte. El cosmos de las ideas ha penetrado las artes marginalizando muchas exigencias expresivas que ahora piden volver. La presencia del cuerpo es clave en esto; ese es el retorno; como se dijo, no tanto el de la tradición en su estética formal, sino del conocimiento que el arte contemporáneo no dejará de ser a estas alturas un fenómeno de postproducción, en el que reinará la apropiación, la cita y la copia deliberada de imágenes (Bourriaud, 2007, p. 8); el retorno a una vida más biológica que simbólica, que requiere conciencia ante una cultura cada vez más globalizada, la cual se ha propuesto como un no-lugar. Esto supone una contingencia distinta a la añoranza con que lo digital absorbe el pasado; supone, más bien, un retorno de realidad en la que todo convive, con todas sus excentricidades, como la vida virtual, con su banda de correr y su pantalla de Zoom, con su vigilancia digital y su analfabetismo marginador al lado de tantas otras rudezas.
Pero nos quedan pocas páginas en este recorrido y es necesario ahora plantear algunas posibilidades lúcidas que, al menos, acrecienten nuestra consideración sobre este fenómeno y ofrezcan diálogos y soluciones. Que el arte precise conciencia, es decir, plantear algún grado de desafío a lo establecido es algo que ya no está en cuestión. De mano de la filosofía, no es casual que el arte contemporáneo haya adoptado incluso sus verbos-meta, como cuestionar y problematizar; dejando de lado sus razones ornamentales (Kosuth, 1991). ¶
[Publicado el 8 de mayo de 2023]
[.925 Artes y Diseño, Año 10, edición 38]
Fuentes de consulta
- Ascott, R. “Behaviourables and Futuribles”, Siles, K. y Selz, Theories of Modern Art (Los Angeles: University of California, 2003).
- Belting, H., Antropología de la imagen, Katz, 2007.
- Bal, M. “Conceptos viajeros en las humanidades”. Revista Estudios Visuales 3 (2006): 27-78.
- Bourriaud, N. Postptroducción, Adriana Hidalgo, 2007.
- Clarke, A. C. “Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”, en: https://lab.cccb.org/es/arthur-c-clarke-cualquier-tecnologia-suficientemente-avanzada-es-indistinguible-de-la-magia/, 2018.
- Derrida, J. De la gramatología. México: Siglo XXI, 1986.
- Foster, H. El retorno de lo real: La vanguardia a finales de siglo, Madrid: Akal, 2001.
- Jay, M. Ojos abatidos: la denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo XX, Madrid: Akal, 1993.
- Kosuth, J. Art After Philosophy and After, Collected Writings. Cambridge: Institute of Technology, 1991. (Traducción: La Sonora, en: Álbum 1. Es Difícil Arruinar una Buena Idea: Algunos Textos Sobre Arte Conceptual, 1969, http://lasonora.org/pdfs/album1/elartedespuesdelafilosofia.pdf, (consultado el 11 demarzo de 2015).
- LeWitt, Sol. “Frases sobre arte conceptual”. La Sonora. http://lasonora.org/pdfs/album1/parrafossobrearteconceptual.pdf (consultado el 3 de julio de 2015).
- Lippard, L. Seis años: la desmaterialización del objeto artístico, de 1966 a 1972. Madrid: Akal, 2004.
- Luhmann, N. El arte de la sociedad. México: Herder, 2005.
- “Origen de las palabras”, etimología de ‘escritura’, 2013. http://etimologias.dechile.net/?escritura (consultado el 17 de junio de 2022).
- Morris, Robert. “Anti-Forma”. La Sonora: textos selectos. http://lasonora.org/pdfs/album1/antiforma.pdf (consultado el 2 de febrero de 2015)
- Real Academia Española. Diccionario de la lengua española (22.a ed.) 2013, http://www.rae.es/rae.html (consultado el 215 de julio de 2022).
[1] La COVID-19 es la enfermedad causada por el coronavirus conocido como SARS-CoV-2. La OMS tuvo noticia por primera vez de la existencia de este nuevo virus el 31 de diciembre de 2019, al ser informada de un grupo de casos de “neumonía vírica” que se habían declarado en Wuhan, República Popular China.
[4] https://www.centrepompidou.fr/es/