Por Eduardo Álvarez del Castillo Sánchez.
Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer.
Alfonso V el Magnánimo (1394-1458) Rey de Aragón
El paraíso podría ser un lugar pleno de libros, donde sea posible dialogar con aquellos que conciben y entienden a los libros, un lugar para discutir y comprender todo aquello que entraña, da forma y caracteriza a los libros.
En su cuento La Biblioteca de Babel[1], Jorge Luis Borges[2] ha planteado un espacio oscuro y siniestro, pleno de misterio, un lugar impresionante “con un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas”.
¿Cuál es el origen del universo y de la Biblioteca? Nadie lo sabe. Ésta es una biblioteca que existe desde la eternidad, y no se posee un sólo dato certero al respecto, en donde los bibliotecarios “fatigan” en esos hexágonos desde hace cuatro siglos, en búsqueda del sentido de su existencia en el libro que posee el secreto del mundo. Un territorio en donde no hay dos libros idénticos pues están compuestos sólo con veinticinco símbolos ortográficos (incluyendo el espacio, la coma y el punto). Por lo tanto, han sido creados con combinaciones aleatorias de dichos símbolos. A medida que se avanza en la lectura de este cuento, cada vez resulta más intrincada y enmarañada la estructura de dicha biblioteca y más incomprensible su caótica naturaleza. Si Borges pretendía indagar acerca de lo babélico en una pieza literaria, plena de referencias e imágenes fantásticas, –tan características en su obra– lo logra al afirmar “es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible”[3]. A todas luces, es una entidad inescrutable e inabarcable.
En otro sentido Umberto Eco[4], autor de El nombre de la rosa[5], novela situada en el siglo XIV, versa sobre la estructura de una afamada abadía situada en los montes Apeninos, al norte de Italia, en donde a causa de ciertos acontecimientos extraordinarios (considerados como apocalípticos) aparecen fray William de Baskerville (franciscano) y el novicio Adso de Melk (benedictino) para investigarlos. En ella, Eco describe paulatinamente –del mismo modo, entre millares de referencias y alocuciones– la basta biblioteca que posee la abadía y a la que sólo unos cuantos privilegiados tienen acceso. De ese modo, esta era una abadía “capaz de alardear por la excelencia en la producción y reproducción del saber”[6].
El planteamiento es que dicha biblioteca está cerrada pues se ha considerado como peligrosos por su carácter herético a ciertos volúmenes del catálogo, en esencia, el conocimiento contenido en ellos. La abadía posee un distinguido scriptorium, en cuya “nómina” se hallan investigadores, traductores, calígrafos e iluminadores destacados. Contiguo al scriptorium está construida la biblioteca en una torre con una estructura de cuatro torreones octagonales adosados a una planta cuadrangular con un pozo interior de forma también octagonal, dividida en el interior en numerosas salas, algunas comunicadas entre sí, otras cerradas, identificadas con versículo del que se debe utilizar una sola letra para forma una palabra, de tal modo, leyendo de forma contigua una serie de letras se identificará un tema determinado, como IUDAEA, AEGYPTUS o ANGLIA: “El texto de los versículos no importa, sólo importan las letras iniciales. Cada habitación está marcada por una letra del alfabeto, ¡y todas juntas componen un texto que debemos descubrir!”[7]
Una biblioteca que sólo puede ser entendida por el vasto discernimiento de su extenso contenido y por supuesto, dominando el código de memoria, como Malaquías de Hildesheim, el bibliotecario, o bien, ser capaz de recorrerla en obscuridad total… tal como lo hace Jorge de Burgos, un sabio y anciano monje español de potente voz y escurridiza presencia, venerado profundamente por todos los monjes, y que –por supuesto– hace discreta referencia al elocuente Borges.
Contenida aquí, se halla la premisa de que el conocimiento y su receptáculo natural –los libros–, son peligrosos deben estar reservados para unos cuantos los acopien y los administren “sabiamente”.
“Por eso, dije para mí [en la voz de Adso de Melk], la biblioteca está rodeada de un halo de silencio y oscuridad: es una reserva de saber, pero sólo puede preservar ese saber impidiendo que llegue a cualquiera, incluidos los propios monjes”[8].
Ambos espacios, tanto el de Borges, como el de Eco son hipotéticos, a contrario sensu, la primera biblioteca pública del continente americano es ordenada, lógica, espaciosa y es espectacular. Es iniciativa de Fray Juan de Palafox[9], promotor de la educación, de la música y del arte. No es un laberinto sempiterno de galerías hexagonales. No está oculta en una torre. No contiene libros envenenados. No hay un cancerbero en la entrada. De Libre acceso al conocimiento, atrás había quedado el oscurantismo. De nuevo, citando a Eco podemos leer acerca de aquella abadía de Liguria: “son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para ocultar”[10]. Si bien este esfuerzo no se considera como la primera biblioteca del continente, si se destaca por ser la primera de consulta abierta y de carácter público.
Fray Juan de Palafox y Mendoza estudió en el colegio de la Compañía de Jesús en Tarazona, fue ordenado sacerdote en 1629, estudió en las universidades de Huesca, Alcalá y Salamanca, en España. Fue nombrado capellán y limosnero mayor de doña María, hermana del rey Felipe IV, y en 1639 obispo de Puebla de los Ángeles hasta 1648. En junio de 1642 se convirtió en virrey interino y Capitán General de la Nueva España hasta noviembre, cuando llegó el siguiente virrey[11], además fue arzobispo de la Nueva España hasta 1649. Personaje refinado, inteligente e hiperactivo en la política cortesana peninsular, bastardo pronto reconocido, ávido lector y gran coleccionista de libros (lo que inclusive nos habla de sus caudales, que no eran pocos si consideramos el costo de producción de un libro en el siglo XVII) y fue un visionario que consideró relevante la fundación de un reducto que preservara el saber en estos dominios americanos.
En 1643 fundó los colegios seminarios de San Pedro, San Pablo y San Juan Evangelista (el Seminario tridentino) en la ciudad de Puebla adquiriendo la casa que utilizaba como trojes la catedral, situada entre el Palacio Episcopal y el Colegio de San Juan Evangelista, y donó su biblioteca personal[12] que asegura Diego Antonio Bermúdez de Castro[13] en su Theatro Angelopolitano[14], era de más de seis mil libros de “todas ciencias y facultades”, así como de muchos que posteriormente encargó expresamente de México y Europa.
La donación de dicha colección personal “ha de estar patente para el servicio de los tres colegios y de todas las personas seculares o eclesiásticas de esta ciudad que quieran estudiar en ella […] para que puedan leer, estudiar y copiar lo que quisieren, sin que de ningún modo se les pueda impedir[15]”. Esta donación dio pie a aquello que con el tiempo sería la biblioteca conocida como Palafoxiana, que cuenta hoy con 45,059 volúmenes que datan de los siglos XV, XVI, XVII, XVIII, XIX y la menor cantidad del XX.
Aunado al esfuerzo de Palafox, se debe mencionar la gestión del obispo Francisco Fabián y Fuero[16], quien edificó en 1773 en el Colegio de San Juan, la sede definitiva para la biblioteca, quien concibió la idea de contar con espacio amplio, luminoso y abierto vestido con estantería de ayacahuite, coloyote y cedro blanco finamente tallada, distribuida en dos cuerpos (muy posteriormente se agregaría el tercero en el siglo XIX), subdivididos en 824 casilleros numerados y resguardados por puertas cubiertas de tela de alambre, apoyada en los muros de una gran nave de 43 m por 11.75 m cubierto con cinco bóvedas de once m de altura, con seis arcos de orden dórico (con claro referente en la biblioteca de El Escorial, en Madrid[17]) con espaciosa sala de lectura y trabajo, de tal suerte que los libros ya no estaban encadenados, y en las estanterías se colocó malla metálica para evitar robos[18], cumpliendo de tal forma el ideal de contar con un salón capaz de reunir todos los saberes acumulados por la humanidad.
Los libros donados por Palafox fueron sumados a los que ya poseía el Colegio de San Juan. Más adelante, en el siglo XVIII se incorporaron la colección donada por el propio Fabián y Fuero, así como los ejemplares provenientes de los colegios jesuitas poblanos, además de aquellas, propiedad de los obispos Manuel Fernández de Santa Cruz y Francisco Pablo Vázquez, y la perteneciente al deán de la catedral Francisco Irigoyen. Por último, se fueron agregando volúmenes de los colegios religiosos después de la promulgación de las Leyes de Reforma[19], y donaciones de particulares. Destacan títulos sobre teología, filosofía, historia sagrada, derecho canónico, derecho civil, historia civil, medicina, filosofía, geografía, literatura o química, en diversas lenguas, como: hebreo, latín, sánscrito, y griego.
En 1773 se erigió la estructura barroca de la biblioteca con condiciones ideales: recibe estupenda luz y eficiente ventilación a través de doce ventanas y por cinco amplios balcones que dan al patio interior, finalmente se encuentra un pavimento de ladrillo con incrustaciones de azulejos. En cuanto al mobiliario, la biblioteca cuenta con seis mesas de madera tallada y con cubiertas de tecali donadas por el obispo Pedro Nogales, así como un imponente facistol[20] de movimiento giratorio con capacidad para siete volúmenes abiertos. En el fondo del salón se conserva un retablo con mezcla de estilos dórico y barroco, dedicado a Ntra. Sra. de Trapani, –imagen siciliana traída por Fabián y Fuero al edificar la biblioteca–, en el segundo cuerpo, otra imagen de Santo Tomás de Aquino, y por último el Espíritu Santo en el tercero.
El edificio consta de dos pisos, en el inferior se encontraba la capilla común a los tres antiguos colegios y en el superior la biblioteca, a cuya entraba se halla un imponente portón de madera labrado con el escudo de la Casa de Ariza y el de armas de Palafox.
Este indudable emblema del barroco novohispano fue declarado desde 1981 como Monumento Histórico Nacional y en 2005, como consecuencia de su variedad y riqueza de acervo bibliográfico de fondo antiguo, la UNESCO la nombró parte del programa como Memoria del Mundo. Actualmente la Biblioteca Palafoxiana sigue con vigorosa actividad: puesto que ofrece exposiciones temporales de su acervo, cuenta con una Sala Lúdica para niños, y sigue recibiendo a investigadores en busca de consultar el catálogo. ¶
(Publicado el 14 de noviembre de 2018)
Fuentes de consulta
- Bermúdez de Castro, D. A. Theatro Angelopolitano, Historia de la Ciudad de la Puebla (Publicado por Nicolás de León). (1991) Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades. UNAM. Ciudad de México.
- Biblioteca Palafoxiana, Artes de México, Revista libro, 68. 2003. Ciudad de México.
- Borges, J. L., Ficciones (1944) Emecé, Buenos Aires.
- Eco, U.El nombre de la rosa. (1982). Lumen, Barcelona.
- Iguíniz, Juan B., La Biblioteca Palafoxiana de Puebla, (1913). El Lábaro. Ciudad de México.
Recursos digitales
- http://palafoxiana.com/
- http://rbme.patrimonionacional.es
- Fernández de Zamora, R. M., Don Juan de Palafox y Mendoza, promotor del libre acceso a la información en el siglo XVII novohispano. Centro Universitario de Investigaciones Bibliotecológicas de la UNAM, México. http://rev-ib.unam.mx/ib/index.php/ib/article/view/27485/51228
[1] Fue publicado por primera vez en la colección de relatos El jardín de senderos que se bifurcan (1941), colección que más tarde fue incluida en Ficciones (1944).
[2] Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo (Buenos Aires, 1899–Ginebra, 1986). Escritor argentino.
[3] Borges, J. L., Op. cit.
[4] Umberto Eco (Alessandria, Italia, 1932–Milán, Italia, 2016). Fue un escritor, filósofo y profesor italiano, autor de ensayos sobre semiótica, estética, lingüística, filosofía, y de varias novelas.
[5] Il nome della rosa fue publicada en 1980, cuya versión cinematográfica fue realizada por el director francés Jean-Jacques Annaud en 1986.
[6] Eco, U. El nombre de la rosa. (1982). Lumen, Barcelona.
[7] Eco, U. Op.cit.
[8] Eco, U. Op.cit.
[9] Juan de Palafox y Mendoza (Navarra, 1600– Burgo de Osma, España 1659). Noveno obispo de Puebla, virrey de la Nueva España.
[10] Eco, U. Op. cit.
[11] García Sarmiento de Sotomayor, virrey de la Nueva España de 23 de noviembre de 1642 al 13 de mayo de 1648.
[12] Donación aprobada por la cédula real expedida en Madrid el 30 de diciembre de 1647. Iguíniz, Juan B., (1913). La Biblioteca Palafoxiana de Puebla, El Lábaro. Ciudad de México.
[13] Diego Antonio Bermúdez de Castro (1692?-1746) nació en la ciudad de Puebla de los Ángeles y realizó sus estudios en los colegios de la Compañía de Jesús. Fue escribano y notario mayor de la curia eclesiástica del Obispado de Puebla, además se dedicó, a lo largo de su vida, al estudio y difusión de la historia de su ciudad natal. El Theatro Angelopolitano quedó inconcluso pues Bermúdez de Castro murió cuando redactaba la segunda parte. A pesar de ello está considerada como la obra histórica más importante de la Puebla colonial. Permaneció inédito hasta el año de 1908, cuando el doctor Nicolás León lo publicó como parte de su Bibliografía Mexicana del Siglo XVIII.
[14] Bermúdez de Castro, D. A. Theatro Angelopolitano, Historia de la Ciudad de la Puebla, publicado por Nicolás de León, 1746. Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades. UNAM, 1991.
[15] Iguíniz, Juan B., Op. cit.
[16] Francisco Fabián y Fuero (Terzaga 1719–Torrehermosa, España, 180). Obispo de Puebla.
[17] La Real Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial fue fundada por Felipe II, gran coleccionista de libros, dispuso que el Salón Principal o Salón de los Frescos no fuera sólo un depósito de las colecciones de libros, sino que se acompañara de cuanto pudiera servir para hacer de la biblioteca un lugar de estudio y de trabajo científico. Se encuentra la localidad madrileña de San Lorenzo de El Escorial.
[18] Fernández de Zamora, R. M. Don Juan de Palafox y Mendoza, promotor del libre acceso a la información en el siglo XVII novohispano
[19] Las Leyes de Reforma son un conjunto de leyes expedidas entre 1855 y 1863.
[20] El facistol es un atril grande en que se ponen el libro o libros para cantar en la iglesia y que, en el caso del que sirve para el coro, suele tener cuatro caras que permiten colocar varios volúmenes.