Revista .925 ARTES Y DISEÑO

año 11 / edición 44 / noviembre 2024 - ISSN: 2395-9894

La política cultural en los nuevos tiempos: hegemonía, residuos y (ausencia de) alternativas

Por María Elena Figueroa Díaz y Adrián Gutiérrez Álvarez del Castillo[1].

El proceso de mundialización ha significado una transformación acelerada y profunda de los esquemas organizativos del conjunto societal bajo el imperativo de la recomposición de las esferas productiva y financiera de los países capitalistas más avanzados. Esto se ha acompañado de la participación creciente de diversos organismos internacionales en la definición de nuevas orientaciones para los diferentes sectores de la política pública nacional, especialmente en los países y regiones dependientes que conforman lo que comúnmente se conoce como “tercer mundo”. Aunque este contexto se ha sustentado en la premisa de la internacionalización, el despliegue de esta tendencia implicó la liberación, vía coerción, consenso, o ambas, de los obstáculos puestos por la cerrazón y el proteccionismo de las formas estatales que prevalecieron con anterioridad. Esto constituye sólo uno de los rasgos distintivos del neoliberalismo, el cual favoreció la desarticulación local de ámbitos aparentemente tan consolidados como los aparatos productivos o las dinámicas reproductivas asociadas a ellos. En ese sentido, consideramos que no ha sido menor el papel y los efectos de la dotación de nuevos contenidos (explícita o implícitamente neoliberales) a los instrumentos políticos nacionales, en particular, a aquellos dirigidos a rubros como la salud, la educación y la cultura.

Cabe destacar que la adecuación de estos últimos a las demandas históricas vigentes no es una primicia de la mundialización ni mucho menos del neoliberalismo; de hecho, en diferentes momentos su reforma ha sido fundamental para la conciliación entre la situación de la base social de los estados y los proyectos político-económicos que estos impulsan. Lo que nos interesa señalar es que, en la actualidad, la centralidad del Estado en el establecimiento de las directrices de los cambios ha sido fuertemente trastocada y ha tenido implicaciones severas en las condiciones políticas preexistentes. Esto, sin embargo, no sugiere un debilitamiento de las funciones estatales, sino su subordinación a los nuevos centros de decisión y, por lo demás, al mercado mundial[2].

A continuación, ejemplificamos los procesos antes referidos con el desarrollo reciente del campo internacional de la política cultural y con la posición que se ha tomado en México frente a las tendencias culturales que imperan hoy en día. Aunque los mecanismos políticos de gestión de la cultura no son recientes, a comienzos de este siglo se agudizó la polarización de los objetivos promovidos a nivel internacional. Por un lado, cobró fuerza la idea de la mercantilización de la cultura como medio para solventar las disparidades de acceso y promover el desarrollo en los países atrasados (asumiendo, no sin razón, que la cultura genera recursos)[3] y, por otro, se planteó el interés de convertir la cultura en derecho y, la diversidad, en patrimonio común de toda la humanidad. Sin embargo, en ningún momento se cuestionó si el puente entre la cultura como derecho y la cultura como mercancía era posible, o si podía generar tensiones, inconsistencias, transformaciones no deseables de prácticas, o bien dinámicas que profundizan la desigualdad, que desintegran o trastocan comunidades enteras.

Estas visiones están en pugna no sólo en términos de sus contenidos, sino también de su soporte institucional en organismos internacionales distintos y, muchas veces, representantes de intereses, específicos o generales, contrapuestos. Tal es el caso del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional que, presionados por el gobierno estadounidense, han respaldado la privatización de los servicios sociales que antes proveía el Estado y, con ello, la mercantilización y homogeneización de sectores como la cultura. Por su parte, la UNESCO y la ONU en general, como personificación de la voz internacional, han planteado la visión de “humanizar la globalización” a partir del respeto y la patrimonialización de la diversidad cultural[4].

A pesar de las distinciones entre estas perspectivas, lo cierto es que ambas han contribuido a forjar la nueva esencia neoliberal de las políticas culturales en todo el mundo. La primera apunta a la homogeneización de la cultura con base en la economía y, la otra, a un proceso escasamente reconocido cuando se alude a la mundialización. A saber, la “preservación o profundización de la heterogeneidad entre [países] y regiones”[5], en términos económicos, políticos y, desde luego, culturales. En buena parte del mundo dependiente ambas visiones han ejercido una influencia considerable en la modificación de las políticas culturales y sus objetivos, a lo que se añade la especificidad de los sistemas culturales locales con sus formas previas de gestión.

En América Latina, por ejemplo, esto ha dado lugar a una situación compleja en la que el Estado ha optado por elaborar una política cultural en la que se enfrentan, en términos teórico-prácticos, diferentes concepciones de la cultura. Este enfrentamiento, sin embargo, se ha desarrollado muchas veces sobre los elementos, la infraestructura y el sistema cultural más o menos constituido en los países de la región. Ello ha generado una tensión creciente entre las finalidades propiamente nacionales y las internacionales que persigue el Estado con la política cultural. Por ello, Yúdice y Miller[6] consideran que el Estado no ha dejado de ser el locus clásico de las políticas culturales:

Más que proponer el fin del gran Estado, el capital opera con miras a redistribuir los recursos estatales de acuerdo con sus propios intereses. Y la difusión global del neoliberalismo tiene consecuencias dispares, al bifurcarse, como lo hace, entre objetivos comerciales y no comerciales y al reconectarlos luego de maneras aberrantes (p. 250).

Lo anterior se observa en el caso de México toda vez que antes de la neoliberalización la política cultural había pasado varias etapas en su proceso de consolidación, relativamente más intensas y marcadas que en otros países latinoamericanos. En ellas, de manera creciente desde la década de los sesenta del siglo XX, la influencia de los objetivos contrapuestos de los tratados y acuerdos internacionales en materia de cultura ha sido decisiva, aunque no del todo determinante. Ello nos recuerda el planteamiento de Williams[7] al respecto de que la cultura, en tanto proceso social total, está sujeta a la hegemonía dominante, la cual, a su vez, da lugar y se opone a dinámicas residuales y emergentes: “la cultura dominante, por así decirlo, produce y limita a la vez sus propias formas de contracultura” (p. 137).

Siguiendo al autor, en la política cultural lo residual haría referencia a la apelación (nostálgica, conservadora y selectiva) a las modalidades, productos y relaciones generadas en el pasado. Está vinculado también con la función estratégica de cohesión e identidad requerida desde la constitución de los estados nacionales hasta hace poco tiempo; por eso mismo, resulta inherentemente contradictoria a las formas dominantes de la cultura, a pesar de que comparte ciertos rasgos con ella.

Aunque sea criticable el uso de la cultura residual, profundamente excluyente de la diferencia, y reproductor de las desigualdades, lo cierto es que la gestión en torno a ella tenía un lugar, una función, y respondía a prácticas, imaginarios, cosmovisiones que daban sentido a la existencia de grupos y personas. Si lo residual era usado por el Estado, también escapaba de él en manifestaciones autónomas y resistentes (o rebeldes), y se combinaba con formas emergentes para pensar la realidad de otras maneras. Lo emergente, por su parte, también está en conflicto con la cultura dominante; sin embargo, su naturaleza es radicalmente distinta a la de lo residual. Esta pone de relieve la capacidad y la necesidad de la sociedad, o de una parte de ella, de hacer frente al proceso cultural dominante mediante la elaboración de propuestas no solamente alternativas sino tajantemente opuestas que nieguen las condiciones prácticas establecidas para el desarrollo cultural (la hegemonía como cultura y como ideología, que siempre se orienta hacia la subordinación de clases).

Hasta hace muy poco tiempo, e incluso en pleno neoliberalismo, la política cultural mexicana operaba a partir de la coexistencia de dinámicas culturales dominantes, residuales y emergentes, las cuales contribuían en mayor o menor medida a mantener en pie un sistema cultural bastante robusto de manera integral, aunque diversificado en sus objetivos y muy desigual en sus alcances. Hoy en día el escenario es contrastante y contradictorio; pareciera que, en el intento de cambiar el rumbo del país, de distanciarse del neoliberalismo, lo que ha logrado el Estado no es sino una versión mucho más recrudecida y desesperanzadora de él mismo, cuyas implicaciones en el sistema cultural se comienzan a sentir. El Estado neoliberal mexicano, hoy por hoy, lejos de reducirse o de ver su existencia amenazada, se mantiene sin oponerse a las tendencias del mercado o, más concretamente, de las empresas. De manera extraña, emplea formas autoritarias para consolidar su papel, bajo el imaginario ambivalente de la austeridad y la modernidad.

© José Luis Acevedo Heredia. 2020
© José Luis Acevedo Heredia. 2020

Parecería que, por lo menos desde hace dos años, hay una tendencia creciente a preservar los rasgos de la política neoliberal, que ya estaban anclados a la gestión de la cultura mexicana, mientras van desapareciendo –ante ojos incrédulos– los elementos residuales y, sobre todo, la posibilidad de lo emergente. Estos usos, alternativos u opuestos a los dominantes, contribuyeron a la consolidación, dentro y fuera del país, de la idea de la cultura como derecho y, por lo tanto, como patrimonio, como arte, como acervo, como educación y cultivo, en fin, como acceso democrático a la misma. Pero esto no quiere decir que, como en el sexenio anterior, la cultura esté siendo activamente mercancía; el neoliberalismo se está expresando de una manera mucho más cruda y desprovista de sensibilidad y de memoria histórica. Esto se ha hecho evidente con la invisibilización y el descuido de la dimensión cultural de la política mexicana en todas sus acepciones y usos; es como si el Estado se valiera, sin querer reconocerlo, de las tendencias internacionales que acompañaron el desarrollo del neoliberalismo para justificar la desatención tanto de lo residual, como de la elaboración de un proyecto cultural de Estado sustancialmente distinto.

Lo anterior se ha visibilizado recientemente con los recortes presupuestales, aparentemente adjudicados a la contingencia sanitaria, a diversos fondos e instituciones del sector cultural mexicano vinculados con usos residuales y emergentes de la cultura. Se ha planteado, sin embargo, que estos recortes estaban programados desde antes de que la pandemia apareciera, lo cual es probable por dos razones. Por una parte, permitiría la liberación de recursos para el desarrollo de otros proyectos políticos y, por otra, contribuiría, debido a la falta de continuidad de la gestión cultural, a invisibilizar o eliminar la generación de resistencias sociales o institucionales fundadas en el interés en la conservación patrimonial o en la defensa de la cultura y las expresiones locales. La relevancia de estos cambios no sólo radica en la modificación de lo que representa la tradición para el país, sino también en los efectos que tendrá en la educación, el ambiente y la cultura en general. Todo indica que no se está desarrollando una propuesta emergente para el sistema cultural y que más bien se está desarrollando una ruptura histórica en su interior que no ha suplido ni buscado nuevos contenidos para las tareas fundamentales de consolidación, supervivencia y desarrollo identitario de México como nación, y de los mexicanos y mexicanas como personas. El recorte presupuestal al INAH, por poner un ejemplo, no se justifica por el hecho de que en periodos anteriores su importancia hubiera sido instrumental. Lo fuera o no, lo cierto es que condensaba sentidos de la existencia pasada y presente de importancia crucial para el futuro.

La pandemia del Covid-19 ha traído consigo el escenario perfecto para consolidar un proyecto que, al alejarse de lo construido hasta ahora, descarta valiosos aportes de una política cultural que, con sus aciertos y desaciertos, logró avances en distintas áreas. De cara a la emergencia, parece que todo se vuelve prescindible: la cultura, las universidades, la investigación científica, el patrimonio. Pese a ello, estamos convencidos de que no sólo es necesario, sino posible, la elaboración de propuestas emergentes o radicalmente distintas a las prevalecientes con el fin de restituir el potencial subjetivante y crítico de la cultura. Como mencionan Yúdice y Miller[8], “la cultura ha sido, indudablemente, un lugar clave de crítica para aquellos excluidos de las recompensas de la modernidad, y sus semillas políticas deben ser cuidadas por quienes aún tienen esperanzas en un futuro progresista” (p. 257).

(Publicado el 13 de agosto de 2020).

Referencias

  • Mattelart, A. (2007), “Globalización cultural y la valoración de la Conferencia Mundial de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural”. En: 1ª Conferencia Internacional sobre Políticas Culturales. País Vasco: Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco.
  • Osorio, J. (2009). El Estado en el centro de la mundialización. La sociedad civil y el asunto del poder. México: Fondo de Cultura Económica.
  • Williams, R. (1989). Marxismo y Literatura. Barcelona: Cátedra.
  • Yúdice, G. (2002). El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona: Gedisa.
  • Yúdice, G.  y Miller, T. (2004). Política Cultural. Barcelona: Gedisa.

[1] Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha sido colaborador en investigaciones en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, así como en diferentes entidades y facultades de la UNAM. Entre los ámbitos en los que se enmarcan sus líneas de investigación se encuentra el espacio, el tiempo y la cultura.

[2] Osorio, J. (2009). El Estado en el centro de la mundialización. La sociedad civil y el asunto del poder. México: Fondo de Cultura Económica.

[3] Yúdice, G. (2002). El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona: Gedisa.

[4] Mattelart, A. (2007), “Globalización cultural y la valoración de la Conferencia Mundial de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural”. En: 1ª Conferencia Internacional sobre Políticas Culturales. País Vasco: Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco. p 45.

[5] Osorio, J. (2009). Op. cit. p. 139.

[6] Yúdice, G.  y Miller, T. (2004). Política Cultural. Barcelona: Gedisa.

[7] Williams, R. (1989). Marxismo y Literatura. Barcelona: Cátedra.

[8] Yúdice, G.  y Miller, T. (2004). Op. cit.

Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM, Maestra en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y Maestra y Licenciada en Filosofía por la UNAM.
Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, así como en la UAM Unidad Xochimilco. Ha trabajado en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México y en el CONACULTA. Investiga sobre políticas culturales, género, visiones de futuro y el nexo entre cultura y territorio.

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