Reflexiones sobre la política cultural en el nuevo gobierno

Por Adrián Gutiérrez A. y María Elena Figueroa Díaz[1].

El papel organizador del Estado en materia de relaciones sociales no es estático ni se restringe a las actividades económico-políticas; más bien se modifica constantemente para adecuar las dimensiones productiva y reproductiva de la vida social a las necesidades históricas del momento. Las expresiones de esta adecuación pueden ser más evidentes en la política y la política económica; sin embargo, también están presentes en otros sectores gestionados por el aparato estatal como la educación, la ciencia, el deporte, el arte e, indudablemente, la cultura. Aunque la transformación de estos ámbitos apenas se vislumbra en el México contemporáneo, es un hecho que el sector cultural debería tener una relevancia crucial dentro de un proceso de transición política como el que estamos asistiendo. Esto se debe, por una parte, a su capacidad para incidir en la construcción del tipo de comunidad que intenta promover el Estado y, por otra, a lo que supone la existencia en el país de una tradición de política cultural que, a diferencia de otras naciones latinoamericanas, cuenta con más de un siglo de historia.

La finalidad de este documento es presentar algunas reflexiones sobre la relación que existe entre la propuesta de la política cultural vigente y el espíritu transformador del nuevo gobierno mexicano. En ese sentido, nos preguntamos hasta qué punto dicha política manifiesta continuidades, discontinuidades o rupturas con el tratamiento cultural de los gobiernos anteriores y cuál es el posible impacto que puede tener esta situación en el desarrollo de las artes en el país. Partimos de que una política cultural es el “[…] conjunto de todas aquellas acciones e intenciones de parte del Estado, la comunidad o las instituciones tendientes a orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de una sociedad y obtener consenso para la transformación social o el establecimiento de un nuevo tipo de orden entre las personas” (Chavolla, 2018, s/p).

Si bien, esta consideración se apega a los intereses políticos del gobierno en turno, ¿será que hacia allá apunta su propuesta en materia de cultura? Asimismo, ¿qué implicaciones puede tener dicho apego en el ejercicio de la nueva política cultural?

Hasta antes de comenzar este sexenio, la política cultural mexicana había pasado por diversas etapas con las cuales se generó, con mayor o menor intensidad, una propuesta de gestión de la cultura que, en principio, fue materia exclusiva del Estado y que luego se extendió hacia los sectores sociales y privados. Tal gestión abarcaba simultáneamente dos concepciones de cultura con tensiones entre sí: una restringida y elitista centrada en los productos (expresada como erudición y buen gusto en torno al patrimonio acumulado); y otra popular y comunitaria, derivada de la resignificación del romanticismo por parte de la antropología[2], más interesada en los procesos (Zaid, 2007). A pesar de que el desarrollo de esta última no es reciente o de que fue tomada en consideración dentro las políticas culturales previas (especialmente desde los años los ochenta), el hecho es que, hasta hace poco tiempo, el Estado no había tenido la necesidad de trastocar su coexistencia con la concepción restringida, hubiera o no complementariedad entre ellas.

Hoy en día, lo anterior resulta contrastante. La política enfocada en este rubro ha comenzado a generar una ruptura con el sentido restringido de cultura para favorecer el tránsito casi total hacia la forma amplia, y de tipo antropológico, que enaltece la cultura y los valores populares[3]. Esto ha llevado a que el sentido elitista e ilustrado de la cultura, que constituyó por mucho tiempo el núcleo tradicional de protección y fomento de las políticas culturales en nuestro país (acompañado de un apoyo más o menos intenso de otras expresiones populares), se vea invisibilizado en la propuesta de renovación de las políticas dirigidas al sector. Consideramos que dicho cambio de concepción puede repercutir, en términos presupuestarios, sociales y simbólicos, en las expresiones de lo que se considera alta cultura, en las bellas artes y en la creación artística.

Esta concepción amplia, circunstancial a la vida cotidiana de los grupos sociales, se apoya en un discurso dirigido a promover el consumo cultural de los sectores históricamente descuidados y abandonados. No se trata de plantear si esta manera de concebir la cultura es mejor que la otra, sino de reconocer los intereses a los que responde, las acciones de las que se vale y sus posibles implicaciones. Nuestra hipótesis es que, al ampliar el sentido de cultura para atender a los sectores marginados, paradójicamente se restringe el acceso a ella y, por tanto, se excluye a la población que de alguna forma se había beneficiado de la gestión cultural que, bien o mal, impulsó el Estado con anterioridad. Con esto no apelamos al pasado ni sugerimos que el tratamiento de las expresiones restringidas tendría que ubicarse como la verdadera urgencia de la política cultural; de hecho, sus aportes para la construcción o actualización de la “cultura nacional” de Estado es significativamente menor que en el siglo XX. Más bien, creemos que en un régimen como el actual, con una impronta explícitamente democratizadora, su atención debería ser tan prioritaria como la de otras manifestaciones para que, en conjunto, contribuyan a promover una forma distinta de relación con la cultura.

A decir de Alejandra Frausto (Secretaría de Cultura, 2019), actual Secretaria de Cultura, “no hay transformación social sin renovación cultural”, pero lo cierto es que dicha renovación, al apoyarse meramente en una concepción antropológica de la cultura, corre el riesgo de acercar demasiado la política cultural a la política social, trastocando así su finalidad verdadera. Cabe señalar que la política cultural actual, como en periodos anteriores, está en consonancia y presenta rasgos de subordinación a las tendencias globales de promoción de la cultura en un sentido amplio. De hecho, la Declaración de Friburgo sobre los derechos culturales planteó, hace más de diez años, que “el término ‘cultura’ abarca los valores, las creencias, las convicciones, los idiomas, los saberes y las artes, las tradiciones, instituciones y modos de vida por medio de los cuales una persona o un grupo expresa su humanidad y los significados que da a su existencia y a su desarrollo” (Friburgo, 2007, p. 4).

Lo anterior, por ejemplo, se observa en El poder de la cultura (2018), documento que resume buena parte del proyecto y los principios de la política cultural de esta presidencia[4] la promoción de la cultura como derecho, el disfrute de bienes y servicios culturales, y el ejercicio de los derechos culturales de todos. En este documento, además, se plantean siete ejes de trabajo alrededor de los cuales girará dicha política. Entre ellos, el primer par trata cuestiones referentes a la redistribución de la riqueza cultural material e inmaterial del país, y la cultura de la paz y la convivencia. Estos temas fueron tratados en los programas culturales de los sexenios previos, pero ahora se plantea atenderlos con estrategias presuntamente descentralizadas y de las que, hasta ahora, no se sabe cómo enfrentarán la impronta diferencial de las acciones pasadas (como las “Misiones culturales”, estrategia recuperada de, o por lo menos inspirada en, José Vasconcelos).

Estos ejes no reflejan una renovación contundente de la política cultural; en realidad, se observa en ellos la ocupación de los mismos espacios de siempre mediante nuevos mecanismos, es decir, una continuidad con las acciones pasadas, cuya particularidad radica en el vuelco de la atención hacia las minorías, las comunidades y el espacio público. Si bien este redireccionamiento de la política cultural resulta positivo e incluso necesario, cabe cuestionar si para las minorías el acceso a la cultura constituye, frente a otras carencias insatisfechas, una prioridad; incluso, habría que insistir en la necesidad de precisar el tipo de “cultura” al que se tendría acceso, y si es pertinente que, desde ahí, el gobierno dirija su atención hacia estos grupos.

Los siguientes tres ejes tratan temas globales como la economía cultural (innovación, industria y empresas creativas), la transición digital y la inserción de jóvenes en la cultura. Estos aspectos expresan la tendencia previa de reducción de la participación estatal en materia de cultura y, por tanto, de privatización cultural como válvula de escape para el problema del desempleo. Tal parece que con estos ejes se intenta llenar los espacios que dejaron incompletos las políticas precedentes, bajo la idea neoliberal de que la actividad cultural puede contribuir, junto con otras informales, a la generación de mecanismos de desarrollo económico a través de la circulación de bienes simbólicos (desde artesanías hasta patentes) por medio del mercado.

Finalmente, los dos ejes restantes se enfocan en aspectos creativos. Uno contempla la enseñanza, la investigación y la profesionalización de las artes, así como la promoción y la gestión de la cultura, con una perspectiva comunitaria que se plantea llevar a cabo rompiendo ciertos convencionalismos. Al respecto, destaca la apuesta por recuperar la función formativa (que no disciplinaria) del museo bajo una modalidad itinerante que se contrapone con la euforia museística de los sexenios anteriores[5].

El último eje, por su parte, resulta el más controversial, ya que plantea cuestiones de reducción de trámites, costos y reorientación del gasto en el ejercicio del presupuesto. Estos puntos son los más llamativos porque en ellos se aprecia de manera más explícita el modo, estrechamente vinculado con cuestiones administrativas, en que se considerarán las artes dentro del nuevo proyecto cultural. El planteamiento de estos aspectos es una primicia; sin embargo, aún no hay claridad en el modo en que serán tratados[6]. A pesar de que antes estos asuntos no habían sido enfocados tan cuidadosamente o de que puede haber habido corrupción en ellos, los cambios en su tratamiento pueden generar enfrentamientos por la forma en la que se ha practicado desde hace tiempo el arte profesional (a partir de estímulos, becas y fondos) y la situación económica a la que se enfrenta la población y, en especial, los artistas[7].

Parecería que lo que está en juego en el ámbito cultural es la conversión más marcada de los instrumentos de gestión de la cultura en mecanismos de control social, a su vez vinculados con la naturaleza moral de la propuesta de cambio de López Obrador y su equipo. Esta prioridad, expresada en los rasgos de la política cultural vigente, manifiesta la necesidad de la pérdida de la autonomía del campo cultural[8] y su subordinación a otras esferas sociales de la realidad (como la de las instituciones internacionales, los derechos humanos, la moral). Lo anterior responde al reacomodo global de la función de la cultura dentro de una lógica estructural en la que se procura lo social, ya no desde la provisión de oferta para la creación o la conservación por parte del Estado, sino desde el propio mercado con el fin de impulsar el consumo individual y, en particular, de los sectores marginados.

© David Alejandro Pérez Ariza.2019
© David Alejandro Pérez Ariza.2019

Quizá por ello se leen, al menos de manera implícita, dos estrategias distintas en los ejes antes mencionados: una proyectada hacia afuera y otra hacia el interior del país. La primera se vale, como en sexenios anteriores, de la gestión de la identidad nacional, el uso estratégico del posicionamiento del país en materia de cultura tradicional y, en algunos casos, de ciertos artistas consagrados, para mantener “vivo lo mexicano en todo el mundo” (Secretaría de Cultura, 2018, p. 13). Mientras que, en la segunda, dicha identidad se da por sentada, como si ya estuviéramos cuadrados a ella, y la política cultural sólo estuviera interesada en ampliar y controlar el radio del consumo (formando y permitiendo que haya cada vez más espectadores) y no en fortalecer los procesos específicamente creativos o identitarios. A diferencia de lo que se pudo haber esperado, en la actualidad la cultura no ha puesto en juego lo que es o debe ser la identidad nacional para el interior del país; no se reformula, recrea, ni considera como un elemento central, más bien se da por hecho para incidir en los mismos aspectos de antes o incluir, con un margen de maniobra muy reducido, otros nuevos.

Como hemos mencionado, todo apunta a que en el contexto actual mexicano comienza a gestarse una modificación cultural a partir de un ejercicio práctico de la cultura diferente. Quizás las dimensiones culturales abarcadas y propuestas en este sexenio no sean del todo novedosas, pero inauguran un enfoque que apunta a privilegiar los subsidios al acceso por encima de la creación. El énfasis en la atención de nuevos sectores, incluyendo la población indígena y los grupos desprotegidos, no es reciente, pero ahora se presenta como el estandarte y la finalidad general de la política cultural. Si esto fuera planteado en términos de memoria histórica, sería valioso e, incluso, responsable; sin embargo, todo indica que dicho movimiento cumple el objetivo estratégico de reducir el margen de acción de esta política anteponiendo una preocupación abstracta por grupos minoritarios, que no son pocos desde el punto de vista demográfico y cuyo rezago cultural varía en función de sus características particulares. No obstante, con el paso del tiempo, esto podría derivar en la instrumentalización de la cultura con el fin de contribuir al borrado del origen económico, político o social de los procesos que verdaderamente determinan la situación de vida de estos sectores de la población.

Es pronto para sacar conclusiones del reciente cambio, pero si la política cultural continúa con esta tendencia, sólo podrá aspirar a cubrir con la entrada del sector privado los asuntos que antes competían al Estado, o a continuar con lo ya hecho a partir de un discurso atractivo que no cristaliza en la práctica ni favorece la preservación de las condiciones para la creación o la satisfacción de las necesidades culturales de manera democrática. El nuevo gobierno debería ser consciente de ello, sobre todo, porque esta situación pone de relieve los vínculos aún existentes entre la política estatal mexicana y el modelo neoliberal, así como la complejidad que representa la ejecución de una política que contrapone la procuración cultural de grupos con los que tiene una deuda histórica, con la importancia (también histórica) que han tenido en nuestro país los creadores artísticos y culturales que hacen parte de lo que, para bien o para mal, se asocia con la alta cultura. 

(Publicado el 12 de noviembre de 2019)

Referencias


[1] Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, así como en la UAM Unidad Xochimilco. Ha trabajado en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México y en el CONACULTA. Investiga sobre políticas culturales, género, visiones de futuro y el nexo entre cultura y territorio. Contacto: marielenafd@gmail.com

[2] De acuerdo con Gabriel Zaid (2007), “en el concepto ilustrado, hay una sola cultura universal que va progresando, ante la cual los pueblos son graduables como adelantados o atrasados. En el romántico, todos los pueblos son cultos (tienen su propia cultura); todas las culturas son particulares y ninguna es superior o inferior”.

[3] Esto se sintetiza en la respuesta que dio, el 18 de junio pasado, el presidente Andrés Manuel López Obrador cuando le preguntaron sobre la prioridad que tendría la cultura en su gobierno: “todo es relativo, porque habría que definir qué entendemos por cultura, porque si se trata de apoyo a la cultura les podría decir que nunca se había apoyado tanto la cultura como ahora, en mi concepción de cultura. Porque la cultura es lo que tiene que ver con los pueblos y nunca los pueblos originarios, los integrantes de nuestras culturas, habían sido atendidos como ahora” (Sánchez, 2019).

[4] Para acceder a una versión más amplia de la propuesta cultural, véase el recientemente publicado Plan Nacional de Desarrollo (2019).

[5] En los últimos diez años este énfasis se vio materializado en la capital con la difusión y asistencia extraordinaria a exposiciones, llevadas a cabo en espacios a cargo de la Secretaría de Cultura, de artistas como Gregory Colbert (2008), David Lachapelle (2009), Ron Mueck (2011) y Yayoi Kusama (2014). Aunque en fechas recientes se ha seguido con esta tendencia, ahora comienza a desarrollarse en establecimientos privados como el Museo Jumex, donde actualmente se expone la obra de Jeff Koons.

[6] No obstante, ya ha habido signos de inconformidad por parte de la comunidad de artistas, creadores y promotores culturales. Por ejemplo, las protestas gestadas después de que se diera a conocer la redución de mil millones de pesos para el rubro de las artes que se planteaba en el Presupuesto de Egresos de este año, y con las cuales se consiguió incrementar la cifra propuesta inicialmente.

[7] Esto fue resentido por los beneficiaros de programas artísticos y culturales desde el comienzo de esta administración. En el caso del FONCA, el descontento por parte de los becarios que generó la posible suspensión de eventos y el retraso real de los pagos se agudizó cuando “la senadora Jesusa Rodríguez criticó el financiamiento del Estado a artistas y propuso la desaparición de las becas por considerarlas un «privilegio»” (Sánchez, 2019).

[8] En México, algunos consideran que esta autonomía se concretó en 2015 con la transformación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en la Secretaría de Cultura federal, ya que, de esta manera, dicho Consejo dejó de depender de la Secretaría de Educación Pública.

Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha sido colaborador en investigaciones en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, así como en diferentes entidades y facultades de la UNAM. Entre los ámbitos en los que se enmarcan sus líneas de investigación se encuentra el espacio, el tiempo y la cultura.

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