El valor del diseño

14 noviembre, 2018

Por Mario Balcázar Amador.

I. Aprendizaje forzoso

Recién egresados de la universidad, en aquella época donde el internet aun no llegaba a nuestras vidas, mis amigos y yo fundamos un despacho de diseño. Nos contrató un cliente colmilludo, de esos de carácter tan fuerte que una conversación de cinco minutos con él te deja totalmente exhausto. Quería un empaque para café de Veracruz que estaba tratando de comercializar bajo una marca libre, de esas que les pertenecen a las grandes cadenas de supermercados y cuyos empaques son muy parecidos a los del líder en el mercado.

Lo primero que hicimos fue ir al súper a comprar Nescafé[1], armamos una sesión de fotos usando café de grano y haciendo un fotomontaje con el humo, como si estuviera recién tostado. Realizamos un trabajo impresionante de recorte en Adobe Photoshop y luego en Adobe Illustrator el armado perfecto. La impresión a color fue un reto, a mediados de los noventa una impresión láser a color era mala y complicada. Finalmente, armamos un dummy sobre el mismo envase de Nescafé que habíamos comprado. Una semana de trabajo nos permitió admirar quizá el dummy más perfecto que habíamos hecho en nuestras carreras.

Con aquella seguridad concertamos la cita y nos plantamos los tres frente a nuestro cliente y su socio. Como si estuviera viendo su juego de cartas en un partida de póker examinó la muestra cuidadosamente, no dijo nada, simplemente esperó a que le entregáramos la cotización del trabajo. Igual, como si trajera póker de ases dejó caer la cotización y nos dijo: “¡Quinientos pesos por este trabajo es demasiado, yo no pagaría más de $100 por este dibujo!”.

Ofendidos, vapuleados y humillados, el viaje de regreso fue en silencio interrumpido solo por algunos gritos e insultos, la frustración en pleno. Nunca se concluyó el proyecto.

Años después, con más experiencia y práctica sobre nuestros hombros, recordamos este proyecto como una de las lecciones más grandes que hayamos recibido. No se trataba solo de los insultos, del proyecto inconcluso o de que el cliente nos ofendió reduciendo nuestro diseño a un banal “dibujo”. No, nada de eso, en sí, los aprendizajes más grandes los hemos obtenidos dándole la razón.

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© Gibran Alighieri Piña González. 2018

a) No lo involucramos en nuestro proceso

Efectivamente le vendimos un dibujo al no involucrarlo en el proceso creativo. Lo que él percibió fue un producto, un resultado, no un trabajo de diseño que involucra más allá de un empaque, una solución de diseño.

Cuando uno va al médico, esperamos que nos examine, nos haga preguntas, nos haga pruebas y finalmente nos dé una receta con el medicamento. Una de las quejas que los pacientes frecuentemente tienen de sus doctores es la falta de empatía, que se expresa en no entender el mal que uno trae, en la atención focalizada y una resolución efectiva. Cuando vamos a consulta, si el médico no dice una palabra, simplemente nos escucha y al término nos entrega un pedazo de papel con un nombre impronunciable escrito, nuestra reacción será de enojo, y sentir que cualquiera pudo haber hecho el trabajo. Lo mismo nos pasó con aquel cliente.

No hubo una entrevista intermedia, no le presentamos opciones de propuestas diferentes, no lo invitamos a nuestra lluvia de ideas ni le hicimos una presentación final donde lo fuéramos guiando por los procesos que tuvimos antes de llegar al resultado final. Simplemente nos sentamos frente a él y sacamos nuestro empaque.

b) Una negociación defectuosa

Ya le habíamos entregado una cotización antes de empezar el trabajo, solo que el día de la entrega nos la pidió de nuevo para entrar de lleno en el tema del dinero. Al no tener nada de experiencia nuestra cotización decía algo así como: “Diseño de empaque para marca genérica de café… $500 pesos”.

No había ningún tipo de desglose, de señal sobre cómo procederíamos para llegar al resultado deseado. En primer lugar, debimos haber cambiado el término de cotización por presupuesto. Lo que él nos estaba pidiendo era un servicio, no un producto. No es como un platillo en un restaurante o unos pantalones, donde aunque sabemos que todo el proceso de diseño y producción está incluido en el precio, entendemos que el producto no está pensado en nosotros como personas únicas, sino en un promedio del cliente.

Un presupuesto debe estar concebido bajo un par de premisas: es personal, hecho a la medida de las necesidades tomando en cuenta sus antecedentes, problemática particular y contexto para ofrecer una solución aproximada, no totalitaria. El segundo está en la autodescripción de la palabra: un supuesto previo, un acercamiento enfocado a una probable solución. Hay veces que un cliente quiere hacer una publicación, y nos contrata para hacer un libro, cuando quizá la solución pueda ser un sitio web, un folleto o efectivamente un libro pero con características diferentes a las planteadas en un principio. Un presupuesto se entiende como el inicio de un proyecto cuyas características finales pueden ser ajustadas una vez que se haya tenido el acercamiento y enfoque correctos.

La experiencia obviamente nos lleva a entender más rápido las necesidades de nuestros clientes, por lo que un presupuesto se vuelve cada vez más exacto en comparación con la factura final.

Tampoco tomamos en cuenta ningún tipo de variable: ¿Y si nos hubiera cancelado a la mitad del proyecto? ¿Y si nos hubiera pedido factura esperando que el IVA estuviera cargado en el costo final? ¿Y si no lo gustaba la propuesta? Finalmente la última se cumplió, y nosotros salimos perdiendo. Nuestra cotización no implicaba ningún tipo de cláusula que nos protegiera de malos entendidos o abusos.

c) Nunca recalcamos el valor de lo que estaba contratando

Uno de los defectos de muchos diseñadores freelance es el hecho de que están más enfocados a encontrar proyectos, no clientes. Uno no puede andar saltando de cliente en cliente con proyectos únicos. La mayoría de quienes diseñan por su cuenta, reconocen el valor de conseguir cuentas o clientes que no le reportarán una ganancia única. Eso nos estaría acercando más a vender productos en vez de soluciones o servicios.

Cuando presentamos nuestro envase de café genérico, estábamos esperando un pago único sin pensar en el potencial que esta persona representaba para un crecimiento. Quizá pudo ser el primero de una serie de veinte empaques o de una relación que nos conectara con otros clientes.

Uno nunca sabe para quien trabaja, y muchas veces despreciamos a los clientes que nos hacen solicitudes que no nos acomodan. Uno de los clientes con quienes tuvimos una gran relación y que estuvimos buscando por seis meses, nos pidió como primer proyecto una presentación para una junta de accionistas. En principio podría parecer frustrante, pero era solo una prueba para ver si congeniábamos con él y ver la calidad del trabajo, el cual derivó en una relación de casi una década. Nunca más volvimos a hacer una presentación.

II. El valor de la autenticidad

A mí me tocó estudiar diseño gráfico a principios de los noventas, época en la cual el programa apenas comprendía clases para estudiar haciendo uso de computadoras y uno que otro programa que hoy ya ni siquiera existen. Mucho menos se consideraba el aprendizaje sobre cómo practicar la carrera, algo que las universidades han tratado con vehemencia de inculcar en sus egresados. Hoy ya existen materias sobre administración del diseño, te enseñan a hacer tu currículum, un presupuesto, a justificar tu trabajo. Nosotros, que lo aprendimos sobre la marcha, hemos quizá entendido la importancia de transmitirles a nuestros clientes el concepto de valor del diseño.

Una de las quejas más grandes que teníamos —y que aún se escuchan con frecuencia entre diseñadores— es que los clientes no valoran nuestro trabajo. Nos ningunean cuando presentamos, nos regatean el precio y nos piden cambios sin piedad convirtiendo nuestros diseños exquisitos en esperpentos que apenas reconocemos y que nos avergüenza incluir en nuestros portafolios.

Hoy en día nos desenvolvemos en una sociedad que muchas veces nos hace sentir mal. Nos enoja que pretendan bajar el precio cuando nosotros también lo buscamos con el plomero, en el mercado o en el taller mecánico o incluso con el contador o el abogado. La cultura del regateo tiene que ver con el valor que percibimos sobre lo que estamos adquiriendo y en el caso de nuestros clientes no es la excepción. Ellos buscan obtener un beneficio de nuestro trabajo al menor costo, especialmente cuando somos nosotros quienes estamos buscándolos.

Ahí es donde fallamos, creemos que el cliente pagará solo por nuestros servicios de diseño, no nos preocupamos por ofrecerle un buen servicio al cliente y un valor agregado que nos haga únicos y obligue a otros a hacerse de nuestros servicios por aquello en lo que somos diferentes. El 100% de los diseñadores sabe usar Adobe Illustrator y Adobe Photoshop, sabe hacer un retoque fotográfico, sabe vectorizar y diseñar un logo, sabe hacer un folleto, sabe aplicar color. Y aunque unos son mejores que otros, aún vemos miles de folletos, retoque fotográficos y vectorizaciones en los portafolios de diseñadores.

No existe en la mayoría un sentido de autenticidad por nuestro trabajo. No es fácil encontrar búsquedas y experimentaciones que encaminen a un estilo definido no solo en diseño, sino en la manera de ofrecer los servicios. Las grandes agencias de publicidad han desarrollado procesos, metodologías y culturas de trabajo únicas que los diferencian de sus contrincantes. Si deseas contratar sus servicios, te adentran en sus procesos de trabajo para que entiendas las manera en que se sustentan sus proyectos.

Ilustración de Gibran Alighieri Piña González.
© Gibran Alighieri Piña González. 2018

III. El valor del servicio al cliente

En diseño más que en otras profesiones, nuestro portafolio, el estilo de presentación, la forma de acercamiento con el cliente, la manera que se muestran las propuestas, el seguimiento que hacemos de sus pedidos, todo, en conjunto con nuestra personalidad, se convierten en ese branding personal que muchas veces descuidamos. Si nuestro estilo es muy metodológico, deberíamos plantear cómo transmitir ese valor al proyecto en el que estamos trabajando, no solo para concretar un producto de diseño de calidad, sino para que se aprecie.

Un cliente bien atendido difícilmente te dejará, aunque estés pasando por un bloqueo creativo o tus problemas personales afecten en tus resultados. Se trata de un aspecto al que rara vez le damos el valor que tiene, y que puede estar cercano a la mitad de los servicios que damos. El cliente entiende que puedes cometer errores o que estás muy enfermo y necesitas un par de días extras para la entrega, algo que difícilmente tolerará si se siente descuidado o ignorado.

En México aún no hemos dado el valor que requiere el servicio al cliente de excelencia. Todos tenemos quejas de la empresa de telefonía, del banco, de la televisión por cable. Y por el contrario, cuando somos tratados de forma excelente nos esmeramos en compartirlo en cuanta red social poseemos, precisamente por lo extraño. En uno de los casos más sonados, cuando entró Uber[2] a algunas ciudades del país, representaba lo contrario de todo lo que odiamos de los taxis, percibiendo un servicio con todas las cualidades que apreciamos, como el que te saluden cuando subes al auto, que te ofrezcan agua, que la unidad esté limpia o te lleven sin cuestionar el rumbo al que te diriges.

Podrá sonarnos extraño, pero la relación con lo que hacemos es muy cercana. En diseño, la manera en que nos relacionamos con los clientes está sustentada por el servicio al cliente, por una excelencia en los procesos de venta y posventa. Un cliente satisfecho es un cliente que regresará, alguien que estará dispuesto a crecer con nosotros y a ser cómplices de proyectos que nos llevarán a otros clientes y a proyectos cada vez más importantes.

IV. El valor de la selección

En una publicación de Facebook[3] se ve un anuncio de un cliente solicitando un logo por un precio risible. Suma una cantidad impresionante de comentarios, caras enojadas y burlas. Se siente la ofensa y se manifiesta en sus expresiones más iracundas, pero perdido entre uno que otro insulto se lee a alguien indicando que ya mandó un mensaje privado para solicitar más información o manifestar su interés en desarrollar ese proyecto.

Lo mismo sucede con las vacantes que ofrecen sueldos extremadamente bajos o cuando alguien pide un trabajo gratis. Trabajar gratis es en el mundo del diseño el equivalente a lo que la reelección significa para los mexicanos, algo fuera de orden. Aún así, nos impresionaría la cantidad de diseñadores que hemos desarrollado trabajos sin cobrar o con tarifas excesivamente bajas, por el solo gusto de hacerlos, las veces que hemos aceptado un empleo sabiendo que está mal pagado.

Existen estudios de diseño de primer nivel que tienen un porcentaje destinado al trabajo pro-bono[4] y que, bajo algunas condicionantes, permiten obtener proyectos mucho más grandes. Hacer la identidad para una orquesta filarmónica, para una ONG o cualquier organización que tenga un presupuesto cero les abre las puertas para acceder a proyectos públicos y privados de benefactores que asimismo apoyan dichas instituciones.

Solo que estas publicaciones no se tratan de ello, sino de un proceso que llamamos con ironía “pseudodiseñadores trabajando para pseudoclientes”. Aquellos que tienen una visión tergiversada de lo que implica un servicio profesional, de alguien que estudió una carrera completa de cuatro años mínimo, que invierte en ella y cobra por su talento.

¿Cien pesos por un logo? ¿Conocen a alguien dispuesto a hacer el trabajo? Lo malo es que diseñadores (de profesión) aceptan esa cantidad pensando que cuando vean la calidad de su trabajo los clientes recapacitarán y en un segundo proyecto estarán dispuestos a pagar la tarifa completa. Las veces que eso ha ocurrido en el mundo real es cero. Lo que sucede mayormente es que el diseñador termina enojado, haciendo de mala gana un mal trabajo. El cliente termina enojado, porque está recibiendo un trabajo de cien pesos (sin que él sepa por qué debería costar más) y pensando que la próxima vez usará los servicios de alguien más, nunca del diseñador que esperaba ganar más en una segunda oportunidad.

Igualmente sabemos que hay clientes, especialmente grandes marcas comerciales, dispuestos a hacer transferencias electrónicas con cifras de siete números por el mismo trabajo. Es nuestra falla de visión darnos cuenta que ambos clientes nunca se juntarán, ni siquiera con todos aquellos que transitan en medio de ellos. Un cliente de mil pesos (llamémosle así), trabajará con un diseñador capaz de sacar un trabajo de mil pesos; un cliente de diez mil con uno de diez mil, uno de cien con su igual. Cada cliente tiene su cifra y siempre buscará que alguien se ajuste a su presupuesto, que curiosamente casi siempre se ajusta con la realidad que vive. No podemos pretender que alguien pague por un diseño la misma cantidad que espera obtener de ganancia. La inversión debe redituar en más ganancia, así que hacerle el logo a la señora de los tamales, que gana cinco mil pesos al mes, no puede equipararse a un logotipo de cinco mil pesos. La buena noticia es que, como se menciona en el párrafo anterior, existen diseñadores para todos los niveles. Nuestro enojo está en trabajarle a clientes diferentes de nuestro nivel.

V. El valor del diseño

Hoy vivimos en una época donde el valor del diseño es mucho más apreciado. Aunque no en todas las esferas o estratos, cada vez más la gente nota cambios de diseño. Gran parte de ello se lo debemos a las grandes marcas que de buenas a primeras cambian la tipografía de su logo, lo hacen más sencillo, ajustan el kerning[5] o replantean sus colores. Y en la última década, hemos visto desfilar prácticamente a todas las marcas con algún ajuste, desde las más legendarias e inamovibles como American Airlines o American Express, hasta aquellas que siempre están en constante rediseño, como Google o Pepsi.

Cada vez que cambian, las redes y los temas de conversación giran en encontrar voces calificadas que los guíen sobre si su opinión de “está bonito” o “no me gustó” tenga un sustento bien fundamentado. El diseño cada día está en boca de la gente común y eso es bueno para nuestra profesión. Bueno para el negocio.

El valor del diseño lo damos nosotros, no solo con el diseñar las marcas y los productos que usamos a diario, sino con el sustento, nuestra opinión y la manera en que en una plática casual abordamos estos temas. Hoy el diseño está de moda, el valor del diseño se fundamenta y nos exige mayor calidad en nuestro trabajo. 

(Publicado el 14 de noviembre de 2018) 


[1] Nescafé es una marca de café instantáneo de la compañía Nestlé, apareció en el mercado en Suiza en 1938.

[2] Uber Technologies Inc. es una empresa internacional que proporciona a sus clientes vehículos de transporte con conductor, a través de su software de aplicación móvil (app). La empresa tiene su sede en San Francisco, California, EUA.

[3] Facebook es una compañía estadounidense que ofrece servicios de redes sociales y medios sociales en línea. Tiene su sede en Menlo Park, California. Su sitio web fue lanzado en 2004 por Mark Zuckerberg.

[4] Pro-bono público (generalmente abreviado como pro-bono), es una expresión latina que significa “para el bien público”. Se utiliza para designar al trabajo generalmente jurídico, pero bien puede ser de otra profesión u oficio, realizado voluntariamente y sin retribución monetaria por el bien del interés público.

[5] El interletrado en tipografía es el espacio que se añade entre letras para diversas funciones visuales. Este término se aplica a dos tipos distintos de espaciado, conocidos normalmente por sus nombres ingleses: el kerning, que carece de traducción establecida, se aplica entre pares de letras para compensar ópticamente sus diferentes formas y que no dé la sensación de que están más juntas o separadas con respecto a las otras.

Cuando era niño hizo un catálogo de letras en la parte de atrás de su cuaderno. A partir de ahí todo se convirtió en diseño editorial, tipográfico, caligrafía y branding. Estudió una maestría en diseño editorial en la Universidad Anáhuac y tiene cursos especializados de Publishing en Stanford y tipografía en Cooper Union.

Comenzó trabajando en UR Editores, después en Grupo Editorial Patria y Walmart México; en 1999 fundó su propio estudio: MBA Estudio de Diseño.

Es profesor de diseño en la Universidad Anáhuac; da cursos y conferencias, escribe para Foroalfa y Paredro.com.

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