Notas sobre algunas referencias astronómicas rurales en la zona Norte de Guerrero

Por Carlos Alberto Salgado Romero.

El proceso que se ha vivido al generarse el interés por observar el cielo nocturno –para establecer sistemas referenciales, por medio de los cuales las culturas pudieran orientarse temporal o espacialmente, o darse razón sobre algunos aspectos relacionados con su cosmogonía en relación con sus correspondientes culturales– para muchos pueblos a lo largo de sus historias resulta ser común.

Representaciones, a través de las cuales ha quedado asentada la forma en que han sido figurados tanto objetos celestiales como procesos astronómicos, las encontramos desde el pleistoceno tardío, a través de registros paleolíticos encontrados en el valle de Dordogne en Francia –adjudicados a los cazadores recolectores de la especie Homo Sapiens que habrían poblado Europa y el oriente medio– y que se supone fueron generados en esa zona sólo unos cuantos miles de años después de haber salido de África. A este respecto, el hueso paleolítico de Dordogne, de hace unos 30,000 años, se hizo famoso a partir de que en él logró reconocerse una descripción detallada sobre las fases de la luna.

Registros de otro tipo los tenemos en Mesoamérica contenidos en códices prehispánicos y coloniales, y en otros soportes, generados por miembros de etnias pertenecientes a esa área que compartieron rasgos culturales y cosmogónicos comunes. En este sentido, a través de los Códices Mendocino y Bodley (nahua y mixteco) podemos identificar imágenes que nos remiten, respectivamente, tanto a la actividad relacionada con la observación del cielo, como a elementos que nos describen la forma de los espacios (observatorios) donde se realizaba tal actividad y de los instrumentos con los que se efectuaba. Se sabe, dicho sea de paso, que un gran número de sitios arqueológicos mesoamericanos fueron construidos tomando en consideración fenómenos de orden astronómico y en muchos de ellos puede verse evidenciada dicha correspondencia (en el momento en que se presentan los solsticios y equinoccios, por ejemplo). Se sabe, asimismo, que por medio de la cuantificación de fenómenos meteorológicos y astronómicos, las sociedades, a través de la regularidad con que se les presentaban, lograron medir con cierta precisión el paso del tiempo, desde las formas más simples que se originaron con las maneras más básicas de contemplación (de la sucesión del día y la noche) hasta llegar a formas más complejas de contar el tiempo que dieron como resultado la generación de distintos tipos de calendarios como los agrícolas y rituales.

Otro tipo de representaciones contenidas en estos materiales corresponden a elementos cosmogónicos específicos, relacionados con la mitología de los pueblos que los originaron. De esta manera, dentro de los códices encontramos advocaciones a dichos elementos a través de la representación de personajes que están directamente relacionados con rasgos de ellos y que se corresponden de manera directa con el sentido de sus configuraciones mitológicas –gran parte de éstas, de origen o de creación– por medio de las cuales podemos ver valores, elementos o referencias que están asociados a fenómenos cosmológicos o astronómicos y a tales personajes. Ejemplos de ello podemos verlos manifiestos a través de las representaciones que se hicieron de Tezcatlipoca, y sobre su relación que éste mantenía con el cielo nocturno; de Iztac Mixcoatl, y de la relación que mantuvo con la Vía Láctea, y de Coyolxauhqui y de la advocación que por medio de ella se hacía a la Luna. De la misma manera, a través de representaciones similares se lograron describir de manera figurada –desde la perspectiva que subyace a la concepción que se tenía del universo mesoamericano– fenómenos astronómicos como eclipses. En este sentido, a través del Monolito del Jaguar de Teotenango, se puede apreciar cómo es que a este fenómeno se le representó por medio de la imagen de un jaguar que estaba frente al Sol tratando de devorarlo. Asimismo, algunos astros o cuerpos celestes también tuvieron cabida dentro de estas representaciones. De esta manera, estrellas fugaces, ‘Citlalintlamina’, y cometas, ‘Citlalinpopoca’ son referidos por medio de imágenes que los representan, respectivamente, en los Códices Florentino y Durán.

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En cuanto a las constelaciones, se cuenta con registros, en los mismos soportes, de representaciones mesoamericanas que se corresponden con la de Orión (reconocida por miembros de algunas comunidades rurales contemporáneas mexicanas –sobre todo por los que son más viejos– como la Constelación del Metate, a cuyo cinturón los mexicas, de acuerdo con el Códice Florentino, llamaban Mamalhuaztli, locución por medio de la cual se hacía referencia a las varas con las que se prendía el Fuego Nuevo); a las Pléyades (que por su parte fueron referidas por los mexicas –de acuerdo también con el códice florentino– como Tianquiztli, ‘mercado’); a Géminis (Citlaltlachtli, que significa juego de pelota, dato contenido también en el Códice Florentino); a la Osa Menor (que era denominada por los mexicas como Xonecuilli, ‘píe torcido’, que por su parte podría haber hecho referencia también a un tipo de arma –de acuerdo con algunas imágenes que se tienen sobre este objeto en algunas de las láminas del Códice Magliabechi– o, de acuerdo con Sahagún, en el Códice Florentino, a una clase de pan sagrado –aunque esta posibilidad de interpretación parece menos posible); y a la constelación de Escorpión (que, los mexicas se referían a ella por medio de la forma lingüística: Colotl Ixayac ‘alacrán con los ojos abiertos’; y los mayas a través de la forma: Zinaan Ek ‘alacrán negro’) –en cuanto a ésta última, en Cacaxtla existe, también, una representación de ella por medio de un personaje antropomorfo con cola de alacrán acompañado de elementos estelares.

En tiempos actuales se tienen además otras maneras, coloquiales o de uso popular si se quiere ver así, de referirse a algunas de las constelaciones. Con respecto a lo anterior, en algunos lugares por ejemplo, a la constelación conocida como la Osa Mayor se le conoce como el Gran Cazo o, también, como el Arado.

De acuerdo con estos datos, que nos hacen ver que existen posibilidades distintas de nombrar a las constelaciones a partir de lo que se le figura a cada pueblo (en donde las coincidencias suelen darse a veces –aunque resultan ser mínimas, como lo muestran los datos que hacen referencia a la constelación de Escorpión por parte de culturas completamente ajenas– si las comparamos con los datos surgidos a partir de establecer una correspondencia entre las maneras occidentales y las mesoamericanas de representarlas y nombrarlas identificamos que resultan ser claramente distintas), reconocemos que la manera en que consideramos los elementos, que nos sirven para representar de forma figurada los objetos del mundo (al momento de concebir su estructura y forma), está determinada fuertemente por aspectos de orden cultural.

De acuerdo con los datos obtenidos de algunos informantes pertenecientes al municipio de Buenavista de Cuellar, en la Región Norte del Estado de Guerrero, los fenómenos cosmológicos, los astros y otros cuerpos celestes resultan tener ciertos valores que están estrechamente ligados a las actividades que se concentran en gran medida en los rubros de la ganadería y la agricultura y a otros aspectos relativos a su contexto cultural. Asimismo, las maneras de generar formas comunicativas, por medio de las cuales pueda hacerse referencia sobre los espacios y los tiempos –de manera tal que dichas referencias puedan consolidarse como sistemas propios por medio de los cuales quedan definidas las relaciones que ellos mantienen con sus entornos, tanto espacial como temporalmente– se ven materializadas en sistemas que, por medio de reconocer y definir ciertas características espaciales y temporales –y tomando en consideración algunos rasgos culturales específicos–, se manifiestan de forma particular.

En este sentido por ejemplo, para definir las relaciones que mantienen, en términos espaciales, los objetos de uso cotidiano con respecto a los entornos en donde desarrollan sus actividades agrícolas y ganaderas, los campesinos hacen referencia a ciertas especies botánicas –e incluso, si es que una misma especie abunda en un mismo espacio, a rasgos específicos, de carácter privativo o a características propias de cada uno de los ejemplares que forman parte de la misma– para generar los sistemas referenciales que llegan a convencionalizarse a tal grado que los mapas espaciales que se obtienen de ello llegan a ser de uso común resultando ser completamente funcionales en el momento en el que se tienen que hacer referencia sobre el lugar de ubicación de algo o sobre la dirección en donde se encuentran ciertas cosas.

Dentro de los terrenos de cultivo o pastoreo, si es que una especie de amate fuese abundante las formas de referirse a cada uno de ellos llegaría a tal agrado de agudeza, por medio de la especificación exhaustiva de algunas de las propiedades asociadas a cada amate, que sería posible obtener formas lingüísticas precisas por medio de las cuales podrían todos los individuos de una comunidad referirse a cada uno de ellos por medio de formas tales como: amate mocho, amate prieto, amate pando, amate boludo, y así hasta que cada ejemplar de la especie quedase completamente identificado para ser referido de manera precisa en el momento en el que se tuviera que especificarse, por ejemplo, el rumbo que tomó, o el lugar donde se encuentra, una vaca.

Siguiendo con este tipo de ejemplos, tenemos que, en estos contextos, la forma en que se perciben las estaciones del año está definida a partir de una relación de carácter privativa –y que no sólo es exclusiva a la región Norte del estado de Guerrero sino que se comparte también con prácticamente todas las regiones que se concentran en Mesoamérica– definida por entidades lingüísticas que se corresponde directamente con dos periodos, a saber, ‘las aguas’ y ‘las secas’. Venus, asimismo, al que los mexicas denominaron Tlahuizcalpantecuhtli, ‘El Señor de la casa del amanecer’ y al que además relacionaron directamente con Quetzalcóatl, los agricultores y ganaderos de la región Norte del estado de Guerrero, al momento de referirse a él –sobre todo durante la época en que resulta visible en el cielo a cierta altura (justo a unas cuantas horas antes de que llegue el amanecer) –, lo hacen mediante la expresión: ‘Lucero Atolero’. La manera de referirse al planeta por medio de esta forma lingüística cobra sentido en el momento en que Venus, visible a cierta hora de la madrugada representa, para quienes participaban de las labores relacionadas con el campo, el inicio de su jornada y de las tareas consabidas que venían inmediatamente después de beber su atole matutino.

De la misma manera, por medio de los datos obtenidos de los informantes de esta región se consiguió identificar, por medio de una descripción (dentro de la Osa Mayor), la constelación del Arado –un instrumento ya caído en desuso dentro de la agricultura contemporánea pero que aún se mantiene presente en el recuerdo de los viejos. Así, los informantes lograron definir, de manera figurada, la totalidad de las partes que componen dicho instrumento. No obstante lo anterior, estas formas de reconocimiento directo no se mantiene del todo cuando se trata de referencias que resultarían ser de carácter más difuso y para las cuales tendría que considerarse un análisis etnolingüítico de carácter más profundo en tanto existen referencias lingüísticas a constelaciones que no quedan del todo claras a simple vista. Con relación a lo anterior, tenemos que en esta región existen formas de referirse a algunas constelaciones por medio de palabras de origen nahua, que se asimilaron a la fonética del español y que dejan serias dudas sobre el sentido etimológico de ellas.

Tal es el caso de la forma hispanizada –fonéticamente hablando– Colote, que aparentemente pudo haber derivado de alguna de las siguientes dos raíces, a saber, o de Colotl ‘alacran’ o de Colotli ‘estructura de varas entretejidas que sirve para almacenar semillas, frutos y granos’. De acuerdo con lo antes planteado, tenemos pues que en esta región a la constelación de Escorpión –que dicho sea de paso, en algunas fuentes nahuas es referida (además de como Colotl Ixayac, como vimos arriba) también como Citlalcolotl ‘estrella alacrán’– se le refiere con el nombre de Colote, sin embargo, al momento de intentar llegar a la descripción figurada de la constelación algunos de los informantes aseguran ver en ella un tipo de canasta (en forma de cilindro cónico, que los antiguos campesinos usaban para transportar y almacenar frutos); otros aseguran ver una troje (que corresponde a una construcción cilíndrica monumental en la que antiguamente se almacenaban granos); mientras que, otros más identifican en ella claramente la forma de un alacrán.

Con relación a esto último, y como podrá notarse, encontrar una explicación que nos defina el por qué esto suceda, no resulta del todo fácil. Al parecer, se tendrían que considerar algunos planteamientos de corte cognitivo para tener así mayores posibilidades de llegar a un mayor grado de descripción y entendimiento sobre este hecho, sólo así, quizá, podamos obtener los elementos suficientes que nos den los argumentos que sirvan para explicarlo con mayor claridad. No obstante, lo que si podemos dejar por aquí en este momento es que hemos reconocido que las maneras de referirse a los entes celestiales, por medio de representaciones, ha cumplido en muchas culturas funciones específicas que van desde poder establecer explicaciones por medio de figuraciones que están relacionadas con su mitología hasta convertirse en sistemas referenciales que le han orientado y ayudado a configurar su espacio-tiempo a través de formulismos geográficos y calendáricos y que, seguramente, en la medida en que los estudios arqueoastronómicos y etnolingüísticos sobre estos fenómenos sean mayores, las posibilidades de entender otros aspectos relacionados con este tema serán más íntegros.

(Publicado el 11 de febrero de 2016) 

Fuentes de consulta

  • Álvarez, Carlos A. “Las esculturas de Teotenango”, en, Estudios de Cultura Náhuatl, no. 16, 1983, pp. 233 – 264.
  • Barba de Piña Chan, Beatriz. Iconografía mexicana III, las representaciones de los astros. INAH, México, 2002.
  • Broda, Johanna; Stanislaw Iwaniszewski y Lucrecia Maupomé, (eds.). Arqueoastronomía y etnoastronomía en Mesoamérica. UNAM, México, 1991.
  • Broda, Johanna. “Arqueastronomía y desarrollo de las ciencias en el México prehispánico” en, Moreno Corral, Marco A. (ed.), Historia de la Astronomía en México, FCE, México, 1986, pp. 65 – 102.
  • [Versión electrónica, consultada el 2 de febrero de 2016 en: http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/ciencia/volumen1/ciencia2/04/html/sec_7.html]
  • Galindo Trejo, Jesús. “La astronomía en él pasado prehispánico de México” en, Revista de la Universidad Autónoma de México, no. 486, Julio, 1989, pp. 37 – 41.
  • Sahagun, Fray Bernardino de. Historia General de las cosas de la Nueva España. Porrúa,

Estudió la licenciatura en Lingüística en la ENAH, ha sido bibliotecario en dependencias del INAH y de la UNAM. Fue secretario del Comité Técnico de Normalización Nacional de Documentación y presidente de la Comisión de Publicaciones del Comité Consultivo para la Atención a las Lenguas en Riesgo de Desaparición del INALI. Actualmente es bibliotecario e imparte cursos teóricos sobre el lenguaje en la FAD, Plantel Taxco, de la UNAM.

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